Fotos de familia
Una de esas tardes de agosto bochornosas, larguísimas, fácilmente complacientes con una imagen de la muerte igualmente fácil, me propuse ordenar mi vida alrededor del cinco, un número mágico -como casi todos- y, para mí aunque no se por qué, de agradables reminiscencias infantiles. Cinco pensamientos, cinco sensaciones, cinco recuerdos, cinco experiencias, cinco sentimientos... y así una larga lista que también incluía cinco libros. Aquella tarde, por juego, indolencia, aburrimiento o calor, hice clasificaciones exhaustivas tratando de retener, mediante un procedimiento absurdo desde luego, lo que había sido mi vida. Ya apenas me acuerdo de nada de todo aquello, pues, obviamente, pasado el tiempo, mis catálogos, si tuviera de nuevo la tentación de hacerlos, serían distintos.Quedó, sin embargo, un testimonio de aquella aventura ordenadora dictada por el bochorno, puesto que, a diferencia de las otras, al llegar el capítulo de los libros me cuidé de rescatar los cinco elegidos del maëlstrom que era mi biblioteca para ponerlos a salvo, juntos, en un lugar bien visible. No sé las causas por las que entonces elegí precisamente aquellos libros y no otros, superando una aversión, que todavía tengo, a cuestiones como: ¿qué libros te llevarías a una isla desierta?, u otras cuestiones semejantes destinadas a probar la profundidad de nuestra estupidez. Viendo ahora, de izquierda a derecha, los cinco volúmenes trataré de explicar las causas por las que actualmente los elegiría si, haciendo un viaje en el tiempo, ahora fuera entonces.
Curiosamente los cinco están muy manoseados, descoloridos, gastados como las viejas fotos de familia. Y ésta es la impresión que predomina: una vieja foto de familia con los componentes situados en un pasado remoto que pugna por abrirse un lugar en el presente. Cinco niños fastidiados por estar posando, cinco adultos seguros y vanidosos, cinco viejos serenos y tímidos.
El primero, por la izquierda, es Edipo rey acompañado por las otras seis tragedias de Sófocles. Conservo un entusiasmo ilimitado por la figura de Edipo y no me extraña que lo seleccionara sin vacilar. No creo que se haya concebido otro perfil que se ajuste mejor a la condición humana, siempre que lo liberemos de los altares del sacrificio psicoanalítico y que convirtamos el incesto en un tema menor de la obra. El tema mayor no está expresado explícitamente, oculto, como las grandes verdades: el tema mayor está en el previo enfrentamiento de Edipo con la Esfinge, victoria parcial que lo libera y lo condena al mismo tiempo, puesto que ha mirado bien pero demasiado cerca, sin aquella distancia infinita que sólo el anciano Edipo, ya en Colono y tras prolongado peregrinaje ciego, llegará a poseer. Edipo es el maravilloso descubrimiento del error.
A su lado, el segundo por la izquierda, es la mejor obra maestra que el hombre ha dado a Dios: la Divina Comedia, una geometría perfecta, una arquitectura cristalina que alberga los más suntuosos tormentos y el más elegante vuelo espiritual. El Paraíso es musical, la mejor música que nunca se ha escrito en forma de poesía; el Purgatorio es acuoso, lleno de reverberaciones, exquisitamente humano; el Infierno alberga todas las artes, la pintura, la danza, la escultura. El Infierno acostumbra a ser el preferido porque es el más comprendido. Resume la grandeza y la arbitrariedad de Dante y nos reconocemos en ambas: el amor hacia personajes como Farinata, Paolo, Francesca; la venganza contra los adversarios. Un mundo fantasmagórico como efectivamente lo es el nuestro. Pero elegí a Dante fundamentalmente por ser el gran viajero de sí mismo y a la Comedia como el mayor viaje de la imaginación.
Leí los Ensayos de Montaigne, el volumen colocado en el centro, en mi primer viaje a América. Creí que serían escenarios violentamente contradictorios, pero vi que encajaban admirablemente. Después he comprobado que el mérito es de Montaigne: sus páginas encajan en cualquier espacio, sobrevuelan cualquier circunstancia. Me alegra que el volumen que contiene los Ensayos esté en el centro de la escena. Sé que no renunciaré a leer a Montaigne mientras no renuncie tampoco a tomar el sol del mediodía: el sol central equidistante del crepúsculo y la aurora. Los Ensayos son, para mí, el más sólido puente entre nuestro mundo y el pasado, el texto que mejor exterioriza la intuición de que, desde la óptica de ese saber que es sabernos vivos, lo moderno y lo antiguo coinciden.
El segundo por la derecha es quizá la elección más entrañable: el volumen que contiene las poesías de Hölderlin. No sé cómo era, en la realidad, el rostro de Hölderlin, pero la cara que nos ha sido transmitida es la más impoluta de cuantas yo haya observado. Todas las demás caras de poetas, escritores y artistas fallan en algo, a excepción de la de Hölderlin; todas indican algún rasgo de fealdad física o espiritual, menos la de Hölderlin. Ahora me doy cuenta de que, a pesar de ser uno de los autores que más he leído y más me han gustado, lo seleccioné por su célebre retrato: allí se resumía su inocencia, su belleza, el inaudito poder, el mito, la única travesía auténticamente divina por un mundo sin dioses.
Por último, el volumen que, el primero a la derecha, me ofrece la portada: El corazón de la tiniebla, libro que al contrario del de Montaigne nunca leería en un viaje y cuya relectura reservo, precisamente, para tardes calurosas como la que describía al principio. Para esas tardes densas, oscuras, en las cuales el espíritu está empantanado mientras la ansiedad procede a sus desmanes. Es paradójico que hay escritos turbulentos que al entrar en contacto con tu propia turbulencia acaban reportándote una imprevista serenidad. Así ocurre con ese descenso al dolor primigenio: quien desciende también asciende hasta verse, al final, rodeado por una vaga voluptuosidad. Conrad es, pienso, terapéutico, y El corazón de la tiniebla una de las medicinas más hermosas de toda la historia de la literatura.
Pero es mejor no hacer caso de las fotos de familia: las cosas nunca fueron como ahora uno las ve.
Rafael Argullol es escritor y filósofo.
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