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El auge del miedo VICENTE VERDÚ

El amor o el sexo son categorías de gran capacidad de explotación. Pero hay otra, tan excitante, que es el miedo. Hace unos años Ulrich Beck publicó un estremecedor libro titulado Risikogesellschaft. Auf dem Weg in eine andere Moderne y hace un par de años lo tradujo Paidós Ibérica al castellano con el título de La sociedad del riesgo. A largo de la última década, en Estados Unidos, en Canadá, en toda Europa, se ha insistido editorialmente sobre este creciente fenómeno del miedo en la sociedad contemporánea: el miedo ciudadano, el miedo mercantil, el miedo a la enfermedad, el miedo a las migraciones, el miedo al otro, el miedo a la invención, el miedo a la ciencia. El miedo ha dejado de ser una emoción marginal, excepcional o reservada a la patología clínica. Con el desarrollo de las sociedades, el miedo ha regresado de una manera globalizadora y, como sucede en otros aspectos, a la manera característica de las plagas. Hasta los años ochenta, continuó en la sanidad la influencia protectora de las vacuna y los antibióticos pero, a partir de entonces, aparecieron los contagios sin fronteras, del sida o de otros virus misteriosos. Hasta los años ochenta el mundo desarrollado permaneció protegido de las contaminaciones de aguas o alimentos, pero las frecuentes mareas negras, los desastres con pesticidas, las repetidas intoxicaciones de dioxinas y vacas locas, han abatido la confianza. Hasta los ochenta, la energía nuclear pareció una amenaza centrada en el desafío de las dos grandes potencias, pero Chernóbil llegó a demostrar que ningún cielo podría librarse de la polución. Harrisburg y Bhopal habían sido sus otros grandes precedentes.

Como en la economía financiera, los riesgos se han globalizado y la globalización constituye la base del riesgo. Aquí no puede ocurrir (Taurus) es el título del reciente libro de Joaquín Estefanía que narra las consternaciones económicas mundiales que han venido sobreviniendo desde 1987 y que han sacudido, junto a los valores bursátiles, la vida de cientos de millones de habitantes. ¿Quién puede decir ahora que no ocurrirá aquí alguna hecatombe? ¿Quién puede asegurar que existen los controles suficientes para impedir un derrumbamiento de los mercados, con su secuencia de paro y ruina social o la emergencia de un virus sin réplica médica? Nadie puede garantizar nada; vivimos en un presente discontinuo donde lo regular es la excepción y lo excepcional es la regla. En ese ámbito, el miedo constituye casi una constante, un modo de vida y un medio para la reinterpretación de lo social.

En nuestro tránsito de la sociedad de clases a la sociedad del riesgo comienza a cambiar la cualidad de la comunidad y se abren dos sistemas de valores distintos. Las sociedades de clases continúan refiriendo su desarrollo al ideal de igualdad (desde la igualdad de oportunidades a la distribución de la renta), pero las sociedades del riesgo, decía Beck, tienen como proyecto normativo la "seguridad" y, en lugar del sistema axiológico derivado de lo "desigual" se fijan en las consecuencias de lo "inseguro". La utopía de la igualdad contiene multitud de fines positivos para los cambios sociales, pero la utopía de la seguridad es particularmente negativa y muy defensiva, porque no se trata ya de alcanzar algo bueno sino de evitar lo peor. El sueño de la sociedad de clases significa que todos quieren y deben participar en el pastel, pero el objetivo de la sociedad del riesgo es que todos deben ser protegidos contra el veneno.

Como consecuencia de lo anterior, cambian profundamente las razones por las que los seres humanos tienden a asociarse, y también los motivos por los se dividen y enfrentan. En este sentido, la posible unión de una sociedad del riesgo se forma mediante la comunidad del terror, en base al apego de la amenaza. Todos nos hacemos iguales bajo el peligro común y el mundo se democratiza traspasando clases, religiones, razas, sexos ante el mismo riesgo. Es decir, regresamos, sin quererlo, a la compulsión colaboradora de tiempos primitivos, abrazados o solidarios no por amor sino por el implacable empuje del miedo.

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