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Otaku

José Luis Ferris

Cuando Juan José Millás afirma con total convicción que existe un trasvase permanente entre la realidad y la irrealidad, quizá no haya reparado en que dicho juego ha llegado a exceder el sagrado reino de la literatura para anegar peligrosamente los terrenos baldíos de la vida. Hace 11 años y a raíz del caso Miyazaki, un japonés de 27 años que raptó y asesinó a cuatro jóvenes del modo más macabro, se acuñó el término otaku para tipificar a aquel individuo que rehuye de las relaciones humanas y se refugia en la intimidad de su habitación para recrearse en un universo virtual diseñado a su medida. El tal Miyazaki guardaba en su madriguera 6.000 cintas de vídeo protagonizadas por héroes y heroínas con fantásticos poderes sobrenaturales. Su perfil, como el de miles y miles de otaku, era el de un joven introvertido cuya infancia abrigaba el pésimo recuerdo de su fracaso escolar. Catalogado como un verdadero desastre, ocupaba el último pupitre de la clase y se mostraba insensible a cualquier bronca. Para él, la vida se reducía a los metros cuadrados de su cuarto, fuera del alcance del mundo exterior, donde amontonaba libros, revistas y vídeos de los que surgían criaturas enormes, horrendas y rechazadas por todas, pero lo bastante poderosas como para rebelarse y aniquilar la escuela, la ciudad y cuanto se cruzara en su camino. Una década después, el otaku se ha instalado en cualquier sociedad del bienestar y reivindica su derecho a huir de lo cotidiano, retirarse a su paraíso virtual y alimentar su imaginación a través de pantallas y redes informáticas. El suyo es un mundo artificial puesto en bandeja por el sistema, deformado a su gusto para dar rienda suelta a los más retorcidos instintos.En Murcia, un joven otaku de 16 años acaba de cometer el error de saltar de la realidad a la irrealidad con la ligereza de sus deportivas de marca. Su vida era tan paralela a la de ese héroe de Fantasy VIII, un juego de rol francamente apasionante, que acabó descargando el poder de su katana contra su familia. El ensañamiento y el sadismo también formaba parte del código de honor de su patología: la posible esquizofrenia de un inadaptado que reivindica su derecho a invadir la realidad a su capricho.

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