Esperanzas cumplidas

La música de Joan Valent parece surgir como reacción a la era de experimentación protoanalítica, y no pocas veces subemocional, que ha dominado la música clásica en la segunda mitad de siglo. Después de estudiar a fondo a los patriarcas del álgebra sonoro, el mallorquín ha descubierto que, más que tirar de calculadora, lo que le pide el cuerpo es apelar al corazón para estrechar sus lazos mediterráneos. El resultado de este hallazgo comparte rasgos con la idea que ciertos compositores, como el polaco Henryk Górecki o el georgiano Giya Kancheli, vienen desarrollando desde hace años con considerable éxito de público y fría acogida por parte de esa variedad de crítico clásico, por lo general reticente a todo lo que no le resulta familiar. En la obra de Górecki, Kancheli y otros norteños, el factor religioso y espiritual suele resultar determinante, pero, a juzgar por lo escuchado en su espléndido concierto de La Abadía, Valent también sabe despertar emociones elevadas desde una postura laica y visceral que busca el calor del sur.Había verdadera expectación por comprobar cómo sonaría en directo una música novedosa que rehúsa decir su apellido. Sobre el escenario se distinguían tres bloques diferenciados pero solidarios: un sexteto de cuerda de escrupulosa vocación clásica, un trío de voces de temperamento y color diverso y una pareja de percusionistas encargada de añadir luminosos tintes étnicos. Superados los nervios iniciales (el concierto se iba a grabar para editarse como estreno discográfico de Valent), la pequeña orquesta supo crecer en intensidad y concentración para exponer, en óptimas condiciones expresivas, ritmos dulcemente acuciantes y melodías de vehemencia reposada y sensual. El poder descriptivo de Valent, seguramente adquirido en su intensa relación con el cine, se notaba en que la música sabía a sal de Mediterráneo hospitalario, amigo íntimo de otros mares.

En las voces, Itziar Alvárez desarrolló su papel académico con lujosa eficiencia, mientras Ivana Gómez confirió a su parte el enigmático atractivo de lo frágil. En una línea de canto casi antagónica, Teodora Carla proyectó hacia el público una voz punzante, decidida y rotunda. Entre las cuerdas destacó la labor esmerada del violista José Alvarado, y en las percusiones brilló el irreprimible entusiasmo de Nirankar Khalsa. Los aplausos finales sonaron a triunfo y, como propina, el grupo repitió Sarria, una preciosa canción que acaso podría obrar el milagro de que, al fin, un compositor exigente y con talento entrara en el circuito de las radios comerciales.