Ciberlibro
J. M. CABALLERO BONALD
Un conocido fabricante de best-sellers, Stephen King, del que no he leído una sola palabra, acaba de publicar una novela, Riding the bullet (Montado en la bala o algo así), que sólo puede ser leída en Internet. Qué cómodo. Además, el mecanismo técnico incorporado a dicha novela no permite en ningún caso que sea impresa o copiada y sólo podrá leerse en la pantalla del ordenador previo pago de 2,5 dólares, unas 430 pesetas. No más anunciarse la aparición de semejante novedad se bloquearon los servicios de las librerías electrónicas que disponían de la novela. Hubo más de 400.000 entusiastas compradores a la vez, por lo que algunos tuvieron que esperar largas horas para poder acceder al correspondiente archivo de Internet. Aunque resulta poco creíble, eso es lo que pasó.
Dicen quienes lo saben, o aseveran los agoreros, que ese invento protagonizado por Stephen King abre triunfalmente el camino de un nuevo concepto del libro y, por supuesto, de la lectura. Ninguna prueba más contundente que ese éxito -insisten- para garantizar la implantación definitiva del libro electrónico en el futuro mercado editorial. Todos los síntomas coinciden efectivamente en que esa innovación va a provocar el nacimiento -no sé si prematuro- de una nueva era en el terreno de la difusión de la literatura. Pero, si eso es realmente así, si Internet pasa a convertirse en el más idóneo soporte para la expansión de las bellas letras, ¿qué va a ocurrir con el formato tradicional del libro, con la letra impresa sobre papel?
Todo eso coincide con otra noticia a escala doméstica: la de la creación de la primera editorial española que va a usar Internet para comercializar sus productos. La empresa se llama Manuscritos, que es nombre más bien imprudente, y su programa tiene algo de anticipación acelerada del porvenir: pretende publicar lo que los editores rechazan y que, por tanto, no llega nunca a las librerías convencionales. O sea, que el asunto viene a ser como una especie de mecenazgo en clave informática. Celebro, por una parte, que ese nuevo canal de distribución de la literatura redunde en beneficio de tantas vocaciones frustradas, pero no puedo por menos de deplorar que eso ocurra a costa de la circulación del libro propiamente dicho.
No sé hasta qué punto la ya inminente multiplicación de ciberlectores -qué palabreja- afectará a la tradición preclara de lectores a secas. Entre el que lee en la pantalla de un ordenador y el que lo hace en unas páginas impresas, hay la misma diferencia que entre el que ve pasar un barco y el que va en el barco. Además, ese viejo y querido objeto que es un libro, su placentera condición de acompañante siempre disponible, malamente podrá ser sustituido por ninguna de esas innovaciones que ya están aguardando en la próxima esquina del futuro. Pienso que las consabidas discrepancias entre la imprenta y la televisión no son más que monsergas de alarmistas profesionales. Porque me parece imposible que la placentera función de un libro impreso pueda ser desplazada por el intrusismo profesional de un libro electrónico. O eso prefiero creer.
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