Cantera y arquitectura
PEDRO UGARTE
Hace ya muchos meses que uno se viene fijando en el estado de ánimo de los arquitectos vascos. En conversaciones privadas, pero sobre todo atendiendo a sus declaraciones públicas, se percibe una suerte de contenido malestar que cobra forma cuando aluden a la espectacular transformación de Bilbao y de su entorno, y a la masiva participación en el fenómeno de prestigiosos arquitectos extranjeros.
En términos generales, y aún a riesgo de compilar de forma inexacta las sensaciones de todo un gremio profesional, la reflexión de los arquitectos locales podría resumirse de este modo: el Guggenheim es un edificio extraordinario (eso siempre suele ir por delante), la llegada de grandes figuras foráneas resulta positiva y enriquecedora, pero a pesar de todo se aprecia cierto olvido de los arquitectos locales en el conjunto de grandes proyectos culminados, en curso o que se cursarán a corto plazo. Lo que ocurre, para desgracia de nuestros arquitectos, es que acaso no han comprendido aún la naturaleza del país en que trabajan. O quizás mejor: son conscientes de ello, pero prefieren evitar ese tipo de argumentos que gente ajena a sus problemas podría confundir con el rencor.
A uno, sin embargo, no le cuesta nada levantar acta de ciertas evidencias. En términos generales, este país ha relegado a un lugar secundario a sus arquitectos en el momento decisivo de articular toda una transformación histórica, pero ello responde a los atávicos, rudimentarios, genéticos prejuicios que sienten los vascos hacia todo lo que se aproxime al intelecto. Los vascos siempre hemos desconfiado de la reflexión, como siempre hemos desconfiado del lenguaje. Los vascos somos colectivos, corales, partidistas, y en modo alguno críticos, reflexivos, independientes. Nos gusta encuadrarnos en cuadrillas, sociedades, txokos, partidos o sindicatos. Pero rehuimos vivir a la intemperie. La reflexión supone vivir a la intemperie. Y a los vascos, en el fondo, no nos gustan los intelectuales y desconfiamos profundamente de ellos.
Siendo esto así, a veces hay que recurrir a esos extraños personajes. El arquitecto, dicho sea de paso, es el ejemplo más acabado de intelectual, de artista, cuya labor se aplica a fines prácticos y, por tanto, su participación en la trama social deviene inevitable. Y ya que no hay otro remedio que recurrir a ellos, huimos de los locales (qué se habrán creído estos muchachos) y recurrimos a los más prestigiosos (y presumiblemente los más caros) arquitectos del planeta. En fin, otra bilbainada.
Es cierto que aquí hemos hecho siempre apología de la cantera, pero de una cantera estrictamente racial, que se manifiesta de forma acabada en el deporte. Parece que contamos con formidables futbolistas, aunque vagabundeen por la liga sin la más mínima aspiración de triunfo, o basta que un ciclista o una esquiadora asomen la cabeza entre los cien primeros del ranking mundial para que el país entero les tribute cálidos y multitudinarios homenajes. Pero en el ámbito del arte y la cultura mejor que vengan de fuera, ya que bien sabemos que esas no son nuestras cosas.
Es curioso que la propia filosofía deportiva del Athletic Club de Bilbao subraye con claridad meridiana ese extraño maniqueísmo: si hay algo que, en el fútbol, se parece al ejercicio intelectual es la profesión de entrenador. En el club de mis amores es costumbre mostrar una fe ciega en sucesivas generaciones de tuercebotas vernáculos, pero no nos duelen prendas en fichar, con espíritu abierto, a entrenadores franceses, británicos o serbios, en la seguridad de que son gente con ideas para dirigir a nuestros chicos.
Lo lamento profundamente por los arquitectos de Bilbao, pero es que viven en el país en el que viven. Que no esperen el reconocimiento de sus paisanos si es que tienen su despacho profesional a la vuelta de la esquina. Son artistas, y eso aquí es peor que ser un perro verde. Si en vez de consagrarse a concebir estructuras espaciales se hubieran dedicado a dirigir una empresa de contratas habrían podido comprobar, con mejor fortuna, en qué ámbitos nos gusta ser localistas y tribales, en qué exclusivos ámbitos no estamos siempre dispuestos a que nadie se meta en nuestras cosas.
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