Un apocalipsis blanco
El presidente del Gobierno lo ha dicho: "Todos tenemos que usar Internet". También el presidente de Extremadura se ha explicado de modo similar. Y el de Asturias, y el de Cantabria, y tutti quanti, y si no se han explicado ya se explicarán, que están todos deseando hacerlo, sin que importe el color. El lema de los días aciagos, "Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan", parece haber dado paso a este mucho más aseado y aséptico de "Ni un hogar sin Internet": mágica palabra, arca de la sabiduría, manantial de negocios sin fin, como hubiera podido escribir cualquier retórico medieval conocedor de la amplificatio. Internet, expresión suma de la globalización, otra palabra fetiche, aunque siempre cabe preguntarse a quiénes afecta de veras la globalización, quiénes son o somos los globalizados. No, desde luego, los mozambiqueños que huyen de las aguas furiosas, tampoco los millones de indios que agonizan y mueren en las calles amarillas del subcontinente, ni los magrebíes que cruzan el Estrecho en barcas de papel para alimentarse de las migajas y los latigazos que les dan por tierras de Almería.Lejos de mí hacer bromas con la trascendencia de la red, que es el gran fenómeno con el que se ha cerrado este equívoco siglo, aunque sea un fenómeno que no deja de encerrar sus aristas; pero uno tiembla cuando oye ciertas opiniones, como las que ponen en guardia (¡ya!) contra los profesores tecnofóbicos (sic), sin que nadie parezca plantearse qué les sucede a esos raros profesores. Porque a lo mejor les sucede y sucede, cabe esa posibilidad al menos, debemos concederla, que no sienten tanta fobia por la técnica como la que se les atribuye, pero puede ser que algunos alimenten cierta legítima nostalgia de la escritura, y de la lectura, que se dirían requisitos previos, indispensables, para navegar por la red. Pues conviene recordar que, contra lo que pudiera pensarse, el actual momento significa una apoteosis de la escritura como no se había conocido hasta ahora: lo que ha cambiado es el soporte, sólo eso, aunque no sea poco.
Sí, uno tiembla ante estos llamamientos con ecos de cruzada (¡todos a Jerusalén!, perdón, a la red), que se complementan con el riguroso olvido, no sé si consciente, a lo mejor no, pero da igual, de la lectura y sus útiles. Uno no ha oído a ningún político de ningún bando quejarse amargamente por el resultado de las últimas encuestas que indican que la mitad de la población española no lee nunca; es, pues, analfabeta funcional. En estas circunstancias, debemos preguntarnos si es pertinente el épico grito de "todos a la red". ¿No habrá que intentar, con una acción concertada y a largo plazo, que implica múltiples y convergentes políticas, llevar a una parte al menos de esa población a navegar, sí, a navegar por los vastos océanos de los libros, por los mares de las mejores expresiones del genio humano? ¿O creemos seriamente que es posible formar avezados inter-nautas que desconozcan los rudimentos de la lectura y la cultura?
No, no parece posible, racionalmente considerada la cuestión; pero el equipamiento de los nuevos bárbaros puede alumbrar realidades de este tipo: gentes simples movidas automáticamente, en todos los sentidos autómatas, que cumplen ciertas órdenes -siempre órdenes- para evacuar determinadas operaciones. La siniestra utopía de Huxley (Un mundo feliz) reaparece por todas partes cada vez que se pulsa la realidad científica y técnica coetánea como una amenaza posible, como la corroboración de aquel verso de Hölderlin de que cuando mayor es la cumbre que alcanzamos mayor es el riesgo que nos acecha de despeñarnos.
Uno padece y oye retóricas, homenajes pretextuales, fastos y efemérides, pero no siente que quienes tienen poder para hacerlo impulsen verdaderamente la cultura en sus realidades más tangibles: bibliotecas, programas educativos, colaboración de las televisiones públicas en la empresa, exacción de determinados tributos al libro, valoración jerarquizada de la cultura. Y por eso oye y siente con más temblor que esperanza los llamamientos tribales a la red. Sólo falta que, repitiendo el penoso gesto verbal del munícipe de acrisolada memoria, nos inciten a que "nos coloquemos y al loro", perdón, a Internet. Pues la mezcla de técnica y barbarie puede ser apocalíptica, aunque se trate de un apocalipsis blanco.
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