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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Viajes extraños PONÇ PUIGDEVALL

Quizás cualquier viaje sea extraño y lo normal se encuentre en imaginar expediciones nocturnas sin salir del cuarto propio. Quizás lo normal sea conocer el Japón de la mano de Kipling, recorrer la Tartaria junto al intrépido Peter Fleming o contemplar la subsistencia cotidiana que Nanook el esquimal lleva a cabo bajo temperaturas glaciales en la película de Flaherty: quizás lo normal sea viajar desde la butaca por las páginas y las imágenes que otros han escrito y filmado, apasionarnos con la acción y la vitalidad temeraria que seres reales y ficticios experimentan para nosotros, con sus gestas heroicas, con sus travesías por países y mares exóticos, viviendo elegantemente episodios de honor y rebeldía y luchando por una causa justa. No hay que olvidar que lo que prefería ante todo Phileas Fogg era disfrutar de la imprescindible rutina de su club londinense y que si se vio embarcado en la aventura de dar la vuelta al mundo en 80 días fue por una cuestión de honor.Fue precisamente la relación entre los viajes extraños y las cuestiones de honor lo que me acompañó mientras sucumbía al encanto de las imágenes de Una historia verdadera, la última película de David Lynch, una película de una emoción salvaje filmada con pulso contenido y que deja al espectador sin aliento pese al ritmo pausado de sus secuencias. Lynch es un maestro en el arte de desconcertar, y es de agradecer que en esta ocasión ponga su capacidad transgresora al servicio de una historia protagonizada por hombres tan íntegros como los que habitan en las películas de John Ford: cuando Alvin Straight, un hombre viejo de carácter difícil, se entera de que su hermano, con el que hace años que no se habla, está gravemente enfermo, decide que ha llegado la hora de la reconciliación. Lo insólito es que el único medio de transporte de que dispone es un tractor, y con él emprende un viaje impagable a través de la América profunda y hacia al lado oscuro del corazón y los sentimientos: hay por el medio asuntos de honor, pero hay también el deber de la piedad y de la consideración. Y viéndolo recorrer carreteras interminables con una lentitud de otra época recordé lo que escribe Sánchez Ferlosio en Alfanhuí, la asombrosa historia vivida por aquel labrador que se durmió arando con los bueyes y lo que sucedió cuando éstos siguieron y salieron del campo y pasaron vados y montañas sin que el hombre despertara, abriendo surcos a lo largo de los campos y a través de los ríos hasta que se encontraron con la costa portuguesa y el mar. Pero Alvin Straight no puede dormirse porque lo que late en el fondo de su aventura es una carrera contra el tiempo, porque hay veces que si uno no cumple con las obligaciones contraídas con el destino sabe que nunca jamás hallará de nuevo la imprescindible rutina que tanto complacía a Phileas Fogg.

Hubo espectadores que no pudieron callar los comentarios jocosos cuando vieron la extraña manera de viajar de Alvin Straight, pero pronto comprendieron que si alguien emprendía un periplo de estas características era porque lo que lo motivaba eran unas razones demasiado serias para la broma fácil. Dudo que la comicidad que comporta el medio de transporte de Una historia verdadera pueda provocar ningún asomo de burla, de la misma manera que dudo que se desternillara la gente que se cruzó con aquel caballero inglés que en el siglo XVIII hizo el trayecto de Londres a Edimburgo andando para atrás y recitando himnos anabaptistas. Y todo excepto risa puede provocar el viaje a pie que realizó el cineasta Werner Herzog desde Múnich hasta París con la convicción de que su sacrificio salvaría de la muerte a su amiga Lotte Eisner: creo que era Faulkner quien afirmaba que las situaciones desesperadas siempre suscitan reacciones excéntricas.

Y mientras iba sufriendo con los trabajos cotidianos de Alvin Straight montado en su frágil tractor a lo largo y a lo ancho de las carreteras americanas, mientras iba descubriendo que Alvin Straight estaba forjado con la misma dureza mineral con que John Ford creó a sus héroes, iban también apareciendo en mi memoria algunos de los viajes extraños que Faulkner narró en sus novelas como si fueran tan normales y rutinarios como el de Una historia verdadera. Recordé la peripecia de la familia Bundren, tan pobres como Alvin Straight, recorriendo los parajes rurales del Sur con el cadáver de la esposa y madre en un ataúd para enterrarla en una parcela de su propiedad, y recordé a Lena Grove, tan inocente como Alvin Straight, atravesando caminos polvorientos con la certeza de que en algún lugar localizaría al hombre que la embarazó y que aún amaba. Y al presenciar el encuentro entre los dos hermanos supe que Lynch compartía los mismos intereses que fraguaron la escritura de Faulkner, que Lynch, como John Ford, quizás como todos los que emprenden un viaje extraño acuciados por alguna pena, se rinde y se emociona ante lo que Faulkner llamó "las viejas historias del corazón: el amor, el honor, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio", aquellas intuiciones que persiguen los hombres de acción y que los sedentarios recibimos cómodamente instalados en la butaca de nuestro cuarto propio.

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