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Tribuna
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Día mundial

A mucha gente no le importan las cosas sin las que no se puede vivir, y eso hace que éste sea un mundo verdaderamente extraño. Entre esas cosas están el agua y la poesía. Es verdad que cada una de ellas tiene su Día Mundial, que acaban de celebrarse uno detrás de otro, el martes y el miércoles de esta misma semana, como si hubiera prisa por volver cuanto antes a los asuntos que de verdad les preocupan a los hombres siniestros que dirigen el mundo y que no tienen tiempo ni ganas de detenerse en temas tan poco rentables como el oxígeno, la sequía o la desaparición de los bosques.Es verdad, también, que aún hay miles de personas a las que nos importa un rábano que se hunda la Bolsa, cambien a un ministro o se fusionen dos bancos y nos parte el corazón que se quemen mil hectáreas más de selva amazónica, que se extingan los linces o que se contamine otro río. Pero, por encima de todo, es verdad que nuestro planeta está en muy malas manos y que quienes lo gobiernan lo han ido convirtiendo, poco a poco, en un lugar feo y árido, impersonal y frío: lean una novela de Galdós o de Baroja y luego dense una vuelta por Madrid y verán lo que ha pasado; suban a algunos pueblos de la sierra de Guadarrama a comprobar lo que las sucesivas hordas de alcaldes y constructores le han hecho a Los Molinos o Cercedilla; tomen un café en esos pueblos tristísimos e insufribles en que se han convertido Las Rozas o Boadilla del Monte. Ojalá llegue un día en que los ciudadanos juzguen a los políticos por el número de empleos que crean o destruyen, pero también por la cantidad de árboles que talan, los kilómetros de costa que envenenan, o los metros cuadrados de zonas naturales que desvirtúan y arrasan.

Da gusto leer, en medio de tanta barbaridad, un libro como las memorias de Juan Luis Panero, Sin rumbo cierto, que es, más que ninguna otra cosa, la historia de alguien entregado en cuerpo y alma a los viejos placeres, hoy día casi extinguidos, de la poesía, los viajes literarios y la conversación. Sin duda, son tres cosas cada vez más difíciles de encontrar, y por eso la obra tiene un aire melancólico, casi un aura de despedida, está escrita -o, para ser exactos, co-escrita, puesto que el libro surge de una serie de conversaciones entre Panero y el crítico Fernando Valls- con el tono de quien habla de algo lejano y ya brumoso, algo que desaparece. Por algún motivo, uno sospecha todo el rato que su narrador contempla el pasado con lo que Ross MacDonald llamaba, en una de sus novelas, "la mirada del adiós".

Pero cada vez hay menos sitio para la poesía en este mundo tan hostil a la reflexión y al sosiego, tan volcado en lo inmediato y donde lo que se busca son materiales que ardan con rapidez, den una luz intensa y dejen pocas cenizas. La mayor parte de las editoriales no quieren autores, sólo combustible. Y en cuanto a los políticos, pueden proclamar, como hace el presidente Aznar, su amor incondicional hacia la poesía con la mano izquierda y con la derecha cargarse las ayudas a la creación y traducción que daba el Ministerio de Cultura. El futuro parece negro y fatal, tanto como el poema con que acaba el libro de Panero: "Sólo son tuyas, de verdad, la memoria y la muerte,/ la memoria que borra y desfigura/ y la sombra de la muerte que aguarda./ Sólo fantasmales recuerdos y la nada/ se reparten tu herencia sin destino./ Después de sucios tratos y mentiras,/ de gestos a destiempo y de palabras/ -irreales palabras ilusorias-,/ sólo un testamento de ceniza/ que el viento mueve, esparce y desordena".

Con el agua, que igual que la poesía tiene su Día Mundial y muy poco más, pasa algo muy parecido. Cuando llegan unas elecciones se anuncia un plan hidrológico y cuando se ganan, se olvida o su lugar es ocupado por algo que al ganador le parece más importante que evitar que la Tierra se transforme en un desierto. Los ríos se emponzoñan, no se hacen pantanos, el reparto solidario parece imposible y cada vez que surge la cuestión de los trasvases sale a la superficie lo peor de cada uno, de cada presidente autonómico y cada ciudadano a quien le falta o le sobra agua. Es un problema muy grande que se hace aún mayor porque ocupa muy poco sitio en la mente y las agendas de quienes deberían arreglarlo. Ellos no lo van a hacer, pero, naturalmente, siempre es posible un mínimo remedio personal, un pequeño acto de resistencia que logre que todo el año sea el día mundial de las cosas que importan. Ahorren agua y lean poesía. Creo que ése es un buen consejo.

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