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Directivas para el siglo XXI ENRIQUE CABRERA

Se celebra hoy, 22 de marzo, el Día Mundial del Agua. Instituido por la Unesco en 1993, invita a reflexionar al mundo entero sobre el pasado, presente y futuro del más preciado de nuestros recursos naturales. El lema del año 2000, Agua para el siglo XXI, subraya la necesidad de alcanzar cuanto antes un punto de inflexión que marque el inicio de una nueva gestión, capaz de garantizar el desarrollo sostenible del recurso en el siglo entrante.La vida, tan ligada al agua, hace de ella un bien público y social al que, por imperiosa necesidad, siempre ha estado ligado el ingenio del hombre. El tener que guardar el agua sobrante de las épocas de vacas gordas para disponer de ella cuando falte, así como la necesidad de transportarla desde donde abunda hasta donde escasea ha constituido, a lo largo de los tiempos, uno de los mayores retos de la ingeniería. No puede extrañar, pues, que en la antigüedad la magnitud de los proyectos realizados para conseguir un mejor uso del agua rivalizasen con las grandes obras dedicadas a los dioses. Al fin y a la postre el agua, además de necesidad, también fue deidad.

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El uso, mantenimiento y reparación de las grandes obras hidráulicas requería un mínimo de entendimiento, cuando no de disciplina. Parece oportuno recordar que los primeros embalses se construyeron hace ya 6.000 años, que el sistema que transportaba agua a la Roma imperial podía trasegar más de 13 metros cúbicos por segundo, caudal suficiente para abastecer hoy a toda la Comunidad Valenciana, y que el maravilloso acueducto de Segovia se apresta a cumplir los dos milenios. En síntesis, un bien social tan necesario y tan ligado a las grandes obras de la ingeniería, ha necesitado, desde siempre, del poder judicial y del poder político. Reglas del juego claras y capacidad para hacerlas cumplir. No sorprende que el lejano en el tiempo código de Hammourabi, de 1800 aC, le dedicase siete artículos al agua y que, ya en nuestro entorno más próximo, hasta hoy haya regulado el riego de la huerta de Valencia su milenario Tribunal.

Así pues, a lo largo de los tiempos la gestión del agua ha descansado sobre dos pilares básicos: el social, o político por representar los políticos a la sociedad, y el ingenieril que, con los imponentes avances tecnológicos del siglo XX, ha hecho posible que el agua llegue hasta donde hace sólo unas décadas era impensable que llegase. Una mayor capacidad de almacenamiento y transporte que la pone a disposición de usuarios y usos antaño inexistentes, otorgándole una nueva dimensión, la de bien económico y escaso. Esta nueva dimensión ha significado que, en más de una ocasión, el desarrollo vaya más allá de donde debiera, agrediendo con ello al medio ambiente y, al mismo tiempo, comprometiendo la sostenibilidad del recurso. El respeto al medio natural, la cuarta dimensión, aparece por tanto como el necesario freno a un desarrollo que, impulsado por una creciente demanda, no parece tener límite.

El agua en el siglo XXI no puede ya descansar de manera exclusiva sobre sus dos pilares ancestrales. Su gestión debe enmarcarse en un nuevo hiperplano de cuatro dimensiones en el que la ingeniería, dimensión creadora del nuevo escenario, tiene la responsabilidad de armonizar las otras tres. Y así los aspectos políticos y sociales, su segunda dimensión, deben ser compatibles con las dos nuevas ópticas, el respeto al medio ambiente y el nuevo concepto de bien económico del agua. En síntesis, el agua del siglo XXI demanda una nueva cultura, una visión más universal.

La Administración española de las últimas décadas apenas ha considerado estas dos nuevas dimensiones. Precios políticos, escaso control del consumo que conlleva uso ineficiente, falta de criterios de rentabilidad tanto en la autorización de nuevos usos como en la promoción de grandes obras hidráulicas, son hechos que evidencian que aún estamos muy lejos de considerar el agua un bien económico. Ésa es nuestra cultura, totalmente opuesta a la que propugna la directiva europea que se nos anuncia y que, defensora de una política de precios reales, advierte de que el agua en el siglo XXI no podrá administrarse ya como antaño.

Sólo en apariencia ha merecido una mayor atención la cuarta dimensión, la medioambiental. Su realidad es similar a la de la dimensión precedente a la que se encuentra estrechamente ligada. En efecto, la aplicación de costes reales y el principio de quien contamina paga, conforman la mejor receta tanto para evitar la degradación del medio receptor como para racionalizar el uso.

De otra parte, la creación del Ministerio de Medio Ambiente, juzgado a la luz de su corta trayectoria, ha respondido más a una cuestión de imagen que al cambio de política que su nombre preconiza. Los logros alcanzados en esta legislatura confirman que las tradicionales directrices de la política del agua no han sido alteradas. Lo demuestran los contenidos de los planes de cuenca, del Libro Blanco del Agua y de la Ley de Reforma de la Ley de Aguas aprobados. El Plan Hidrológico Nacional, sempiterna asignatura pendiente, tendrá que esperar una nueva política que, mediante criterios de gestión ecuánimes, facilite su consenso.

A nadie debe extrañar la actual situación. La sociedad es ajena a esta problemática y, por ello, los políticos, fiel reflejo de la sociedad que representan, también lo son. Por contra, los grupos de poder ligados al agua no muestran el menor interés por el nuevo escenario. De ahí que tengamos vetustas estructuras de gestión y una cultura de uso propia del siglo XIX. Únicamente las periódicas sequías que nos visitan, con sus tercermundistas cortes de agua, provocan el despertar de una realidad tan cómoda en el corto plazo como peligrosa en el largo. En la actual situación una reforma rápida y profunda sólo pueda venir de la mano de un ciclo hídrico seco y prolongado. Triste, muy triste. Pero rigurosamente cierto.

Hace ahora un año, y en estas mismas páginas, me refería a la necesidad de una transición de la política del agua en España. Una transición que, partiendo de la actual política, agotada y caduca, nos condujera sin sobresaltos hasta una nueva política sostenible propia del siglo XXI. El momento actual, con el inicio de legislatura y con la amenaza de una nueva sequía, invita a la reflexión. La directiva europea en ciernes también la propicia. El nuevo Gobierno, la potencial falta de lluvias y Bruselas tienen, sin duda, la última palabra.

Enrique Cabrera es catedrático de Mecánica de Fluidos en la Universidad Politécnica de Valencia.

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