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Derrumbe fallero

A veces hay noticias que le dejan a uno pensativo, lo cual, en la vorágine informativa que vivimos, constituye toda una novedad, casi una revolución. Por ejemplo, en la crónica periodística que cierra la semana fallera, se destaca el reciente hundimiento de la falla Cuba-Buenos Aires, la cual se derrumbó antes de poder ser quemada. ¿Que por qué nos deja esto pensativos, perplejos incluso? Porque al parecer se trataba de la falla más cara de la historia, con un presupuesto de treinta y dos millones de pesetas. Lejos de mi ánimo el disculpar la adversidad con un argumento demagógico. Sé de sobras que el valor de una falla no guarda relación con las declaraciones de la renta de los vecinos del barrio. Incluso, muy a menudo, sucede al revés, y de ahí que los primeros premios recaigan reiteradamente en Na Jordana o en El Pilar. Ante la noticia del derrumbamiento no cabe otra actitud que la conmiseración y la solidaridad con las personas que trabajaron todo un año para ver frustrados sus esfuerzos poco antes de la nit del foc.Pero dicho esto, bueno será reflexionar sobre el significado del desgraciado suceso. Porque lo cierto es que una fiesta que iniciaron los carpinteros para librarse de los materiales de desecho acumulados a lo largo del año, ha terminado por quemar monumentos tan grandes y tan lujosos que ya no se sostienen fácilmente por sí mismos. Es obvio que las distintas fallas compiten entre sí y que esta competencia constituye una de las claves de la fiesta; no resultan tan evidentes, en cambio, las razones por las que dicha competencia se aplica preferentemente al tamaño y al costo de la falla y no, pongamos por caso, a la calidad estética de la misma o a la originalidad de su mensaje.

Se me dirá que las Fallas son una fiesta popular y que la cultura tradicional no suele ser nunca innovadora. Esto es verdad: un monumento fallero no es una escultura de la Bauhaus y los llibrets no aspiran a emular composiciones dadaístas. Pero, por lo mismo, uno esperaría que el conservadurismo fallero respetase unos límites sensatos en cuanto a dimensiones y precio de los monumentos. No está siendo así. La evolución de la fiesta fallera muestra características más propias del capitalismo salvaje que de la tradición ancestral. Se trata de gastar y quemar sin freno, como si la modernidad hubiese inficionado gravemente a la fiesta inoculándole sus gérmenes más nocivos.

Y es que la cosa nos suena. En este comienzo de siglo tan satisfecho de sí mismo, derrochamos los recursos naturales como si fueran eternos, aun a sabiendas de que el agua escasea -llevábamos tres meses sin que cayera una gota-, de que el petróleo se agota -acaba de subir por enésima vez-, de que la calidad del aire está alcanzando cotas de degradación irreversibles. En lo grande, como en lo pequeño: los ciudadanos valencianos comemos más de lo debido, compramos infinitos objetos inútiles que, después de transbordar en el trastero, suelen terminar en la basura y educamos (?) a nuestros hijos en la idea de que consumir desaforadamente mueve la economía y contribuye a sostener nuestro nivel de vida. Nada tiene de sorprendente que esta filosofía de la vida -que no es mediterránea, sino que nos viene de los EE UU- haya terminado por propagarse a la fiesta de las Fallas y que los falleros infantiles ya estén soñando con construir fallas más grandes y más caras que las de sus mentores adultos cuando les llegue la hora del relevo generacional.

Aunque puestos a pensar y dado que las Fallas enlazaron con las elecciones generales, bueno será reflexionar sobre la relación contradictoria que suelen contraer el conservadurismo y la depredación. Hemos asistido en la Comunidad Valencina al crecimiento del partido del gobierno y al correlativo desplome de casi todos los partidos de la oposición. Nada que objetar: en pura lógica democrática ello significa que los ciudadanos valencianos han preferido el mensaje de aquellos sobre el de estos. Pero, ¿cuál es este mensaje, se trata de una fórmula conservadora o de una fórmula depredadora? La pregunta no es baladí.

Una de las consecuencias más palmarias de la reciente cita electoral es que "conservador" ha dejado de ser sinónimo de "reaccionario" y, por supuesto, de "fascista". El que quiere conservar lo que merece la pena guardar tal vez no sea progresista, pero se distingue del que quiere volver hacia atrás. Mientras los partidos progresistas no comprendan que mucha gente es vitalmente conservadora, no recuperarán el electorado de centro perdido.

Ahora bien, la pregunta que estos electores de centro se formulan es la de si se va a practicar una política conservadora o una mera política depredadora de recursos naturales y sociales. Por ejemplo: lo importante no es si la AVL va a echar a andar o no, sino si su composición va a servir para lo que de veras importa, a saber, para conservar la lengua y no para que progrese la disputa entre valencianos como hasta ahora. O también: la reforma del Estatuto de Autonomía puede conllevar la conservación de la tradición política de la Comunidad Valenciana (ligada a Aragón, Cataluña y las Islas Baleares dentro de la antigua corona medieval) o puede simplemente seguir progresando el transvase de recursos estatales, con más y mejores cargos para repartir entre los que gobiernan. Y en tercer lugar: el Plan Hidrológico Nacional puede contribuir a conservar el tradicional equilibrio de los sectores productivos y de los asentamientos poblacionales o puede progresar la concentración de los valencianos en la costa y su creciente implicación en la industria y en los servicios en detrimento de la agricultura. En fin, hasta lo del AVE admite una solución conservadora y una solución de discutible progresismo: no es lo mismo optar por el trazado de toda la vida -que, naturalmente, seguía el camino más corto- que aventurarse en peregrinas trayectorias futuristas.

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Estamos ante una comparecencia parlamentaria que, independientemente de su oportunidad y de que las quejas de la oposición estén más o menos fundadas, somete a debate los grandes problemas de la Comunidad Valenciana. Uno sólo desearía que se llegase a una solución consecuentemente conservadora y no irresponsablemente depredadora: de lo contrario, el desplome de la mayor falla política que han construido los valencianos desde los años ochenta está cantado.

Por cierto: las posiciones conservadora en la cuestión de la Academia, en la del Estatuto, en la del Plan Hidrológico y hasta en la de las comunicaciones están estrechamente relacionadas. Son las que viene marcando la historia de los valencianos desde 1238. Pero esto se lo dejo como sugerencia de futuras reflexiones al lector.

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