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Tribuna
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Las ropas del difunto

Juan José Millás

La viuda no había querido desprenderse inmediatamente de la ropa de su marido muerto, pero a los pocos meses, cada vez que abría el armario y contemplaba sus chaquetas, sus camisas, sus corbatas, junto a las blusas y las faldas de ella misma, comenzó a pesarle no haber tomado la decisión al principio.Ahora tenía un armario viudo que contaminaba todo cuanto entraba y salía de él. Había conseguido que el difunto continuara vivo en su memoria, pero al precio de que ella hubiera, en cierto modo, fallecido también. Su ropa interior olía a funeral, y la cama de matrimonio parecía más bien un catafalco.

Dormía de cuerpo presente, por decirlo rápido, y tiritaba entre las mantas como arropada por una sábana de mármol. No sin culpa, probó a regalarle una chaqueta al portero de la vivienda para desprenderse poco a poco de las pertenencias del muerto, pero eso no mejoró las cosas. Cada vez que bajaba las escaleras y veía al hombre de espaldas le parecía que el portal se había transformado en una funeraria. Pensó en cambiar de casa, pero le daba pereza y prefirió resignarse a esa forma de vida atenuada.

Entonces conoció a un viudo con el que empezó a salir. Era un hombre agradable, educado, alto, que vestía muy bien, pero sus ropas desprendían también un halo mortuorio. Un día comprendió que el hombre había cometido el mismo error que ella con las prendas de su difunta y se lo dijo:

-Seguro que todavía tienes en el armario la ropa de tu mujer.

-¿Por qué lo dices? -preguntó él poniéndose en guardia, pues creyó que se trataba del reproche de una enamorada.

-Porque hueles a viudo igual que yo a viuda. Nunca lograremos desprendernos de ese olor. Nunca seremos felices, si no nos desprendemos de ese olor.

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Durante los siguientes días pensaron en diversas soluciones. Regalar la ropa después de tanto tiempo les pareció siniestro. Era en cierto modo como regalar el cadáver. Las ropas de los muertos hay que regalarlas antes de que el cuerpo se enfríe. Después se convierten en sudarios.

No hay nada más triste que un traje muerto, se dijeron un día en el que colocaron sobre la cama de ella las prendas de su marido fallecido para hacer sitio en el armario. Daba la impresión de que las chaquetas se habían quedado sin aire antes de expirar. Llamó a la parroquia, pero cuando el cura vio el panorama dijo que no podía aceptar aquellas mortajas. Una cosa era dar ropa usada a los pobres y otra darles mortajas. Ella lloró y lloró, pues comprendía que no podría rehacer su vida mientras no se desprendiera de todo aquello.

Finalmente, al viudo se le ocurrió que podían llevar todo el vestuario al tinte, para que lo limpiaran, y abandonarlo allí. A ella le pareció bien y así lo hicieron. Es cierto que el hueco dejado en los armarios por la ropa tenía al principio algo de caries, de melladura, pero poco a poco el agujero se fue rellenando con las ropas de los vivos que empezaron a volver de entre los muertos para reintegrarse a la vida y a las cafeterías. El viudo y la viuda no llegaron a formalizar su relación, pero se veían todas las tardes y tomaban tortitas con nata. Los domingos comían juntos, bien en casa de ella o en la de él. Adquirieron la costumbre de que cada uno cocinara cuando se encontrara en la casa del otro y pagaban el cine a medias. Nunca hablaron del tinte, ni de las ropas abandonadas en él del mismo modo que se abandona a un niño no querido en un portal.

Un día estaban en una cafetería, esperando que les sirvieran el café y las tortitas, cuando ella le pidió que se fijara en el individuo de la mesa de al lado.

-Lleva una chaqueta de mi marido.

-Será igual que la de tu marido, mujer -respondió él.

-No, no, la reconozco porque tiene partido un botón de la manga, ¿no lo ves? Y el bolsillo en el que se metía las llaves está dado un poco de sí.

El viudo observó con aprensión la chaqueta del sujeto de la mesa de al lado y no se sintió con fuerzas para llevarle la contraria. Él mismo tuvo que reconocer íntimamente que desde hacía tiempo miraba a todas las mujeres esperando encontrar a alguna vestida con la ropa de su difunta esposa.

Entonces comprendió que aquella relación no tenía futuro y al despedirse le dio a la viuda un beso especial, de despedida, y no volvió a llamarla. Tampoco ella a él.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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