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Máscaras

LUIS DANIEL IZPIZUA

Tengo ante mí una reproducción del último autorretrato de Rembrandt, el del Mauritshuis de La Haya. Decía John Berger que Rembrandt había sabido vencer el espejo, traspasando la máscara que éste suele devolvernos. Frente al espejo tendemos a engañarnos, y tiene razón Berger cuando afirma que ante él recomponemos nuestra imagen para encontrarnos con el ideal que nos hemos fabricado de nosotros mismos. Sólo algunas mañanas resultan imposibles, esas mañanas sin alma en las que nada especial le sucede al cuerpo, salvo que han volado a no se sabe dónde las pinzas que habitualmente lo sujetan. Y están también los espejos furtivos, espejos traidores que nos entregan a ese conocido al que a toda costa queremos ocultar. Abrimos una puerta y, de repente, nos vemos sorprendidos por el extraño, que se burla con la mueca que dibujamos para recomponernos. Rembrandt supo hacer de su espejo un espejo furtivo; y lo miró impasible.

Día a día nos fabricamos una máscara. Lo que la noche ha roto lo volvemos a recomponer, de manera que retorne la víspera, y la víspera de la víspera, en esa imagen fija que se quiere eterna y siempre joven. Fuera del tiempo. ¡Ah!, qué tarea la de esa mirada mañanera de la que depende nuestra vida. Con una sola mirada producimos más que con todo el trabajo del resto de la jornada: self production. Sin ese fugaz titanismo no aguantaríamos: un simple clic con el ratón de nuestra vida y el día surge espléndido aun con la niebla más espesa. ¡Cuánto mundo nace de una mirada en el espejo! Fisgo ahora en una reproducción de un autorretrato de su último año de Richard Gerstl, el amigo de Arnold Schoenberg, el gran compositor y también pintor, autor por cierto de excelentes autorretratos. Empastado en una luz rojiza, Gerstl no sólo no recompone su rostro ante el espejo furtivo, sino que se ríe abiertamente. ¿Enloquecidamente? En ese rostro que es ya pura carne, sólo la risa azul y fulgurante de los ojos pone algo de espíritu. Pero se han roto las máscaras. Y sólo tenía veinticinco años.

Me he preguntado muchas veces si esa risa de Gerstl supone aceptación de su cruda imagen o si es otra forma de huida. Seguramente esa risa está al margen de esa disyuntiva que le planteo, pero en situaciones menos traumáticas también es frecuente que prefiramos distorsionar la imagen que enfrentarnos a su realidad desnuda. Nuestras mascaradas carnavalescas entran dentro de esta última tendencia. Pero su distorsión es efímera, por fortuna; saludablemente efímera. Y por triste que sea reconocerlo, también nuestra mascarada política se incluye en esa tendencia, sólo que ésta no es ni saludable ni efímera. El cheer up matutino requiere de soportes para mantenerse durante el día, y si hay miradas que engañan, y miradas que distorsionan, hay también soportes que envilecen. No toda forma de agruparse es igual de digna, y entre nosotros la dignidad brilla a veces por su ausencia.

Este año la campaña electoral ha coincido con el Carnaval. De la inmensa representación que ha realizado cada partido seguramente sólo nos hemos quedado con la escenografía y, en algunos casos, con la fidelidad a las siglas. Nos habremos fijado muy poco en los programas de los partidos, y por más empeño que éstos hayan podido poner en que retuviéramos sus propuestas, la tentativa habrá sido inútil. Digan lo que digan, sabemos que la verdad vendrá después. De ahí que ya no nos fijemos tanto en las promesas como en las posibilidades. A estas alturas, sabemos ya quién va a poder hacer esto y quién lo otro. Sabemos ya quién va a ser capaz de hacer lo que no nos gusta. Es como un voto en negativo.

Sabemos, por ejemplo, quién va a hacer lo posible para mantener esta mascarada insana en la que nos movemos. Ni idea de quién va a detenerla, pero sí de quién va a hacer esfuerzos para sostenerla. En el estante de las máscaras las hay sanas, como la que nos ponemos por la mañana, y las hay terribles. Esta que nos están haciendo llevar últimamente es de las terribles. Hay también empeños, como el de Rembrandt, de atravesar el espejo y desprenderse de todas ellas para enfrentarse a la realidad desnuda. El tiempo que fluye y atraviesa sus fábulas: ese viejo que nos muestra la valentía de saberse viejo. "La neige piétinée est la seule rose", escribe Ives Bonnefoy. O sea, la nieve pisoteada es la única rosa. Pues ya sabemos.

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