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La narcosala salvavidas

Nadie diría que Vicente es toxicómano. Tiene 35 años, una larga coleta algo cana y una cara huesuda. Trabaja como carpintero a tiempo parcial en un taller de Berna (Suiza). Cuenta que si los espejos de su casa tuvieran memoria, reflejarían un cadáver. Ése era su aspecto antes de que se abriera en su ciudad la primera narcosala legal del mundo, en 1986. Durante todo este tiempo ha ganado peso y salud, porque allí se inyecta droga en un entorno limpio y encuentra asistencia médica si sufre alguna reacción adversa en el organismo. Es hijo de emigrantes españoles y por eso se alegra especialmente cuando Telemadrid le cuenta que muy pronto se abrirá la primera sala de venopunción de España en Las Barranquillas: "Eso está muy bien, en todo el mundo se necesitan sitios como éste. Yo estaría ahora muerto si hubiera seguido pinchándome como antes en la calle. Y muchos otros, porque si te da una sobredosis sabes que un médico te atiende enseguida".En los 14 años de existencia de la narcosala no se ha producido ningún fallecimiento, aunque atiende una media anual de 115 casos de sobredosis. Anita Marxer, responsable del centro, explica que la reanimación de los heroinómanos se hace aplicándoles oxígeno. Si al cabo de 15 minutos el paciente no mejora, avisan a una ambulancia que lo traslada a un hospital. El auxilio inmediato a los drogadictos en apuros es uno de los aspectos más beneficiosos que ha valorado la Agencia Antidroga para defender la instalación de un lugar similar en la Comunidad de Madrid. Sin embargo, los médicos de Las Barranquillas utilizarán naloxona para la reanimación, una sustancia que según el gerente de la institución, José Cabrera, "resucita al drogadicto". En Berna desaconsejan, por peligroso, ese procedimiento, ya que, según Anita Marxer, "si mientras duran los efectos de la naloxona el toxicómano vuelve a inyectarse heroína, sufriría una reacción mortal, y eso obliga a una vigilancia médica continuada muy estricta".

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Tampoco recomienda el modelo de cabinas individuales que figura en los planos de la instalación de Madrid: "No puedes dejar que se pinchen de espaldas. Si no les ves la cara, no te das cuenta de que algo va mal y puede ser demasiado tarde cuando se quiera prestar ayuda".

En la calle de Nägeligasse, de Berna, hay un sótano con ventanas opacas que atrae diariamente, a las 14.30, a una mezcolanza humana. La narcosala está emplazada en pleno centro de la ciudad y a cien metros de la sede del Parlamento Federal suizo. Los visitantes, jóvenes y viejos, pulcros y desaliñados, hombres y mujeres, siguen primero el ritual de intercambiar jeringuillas usadas por nuevas en un mostrador que sirve de recepción. Después se encuentran con un salón que recuerda a los albergues juveniles, en el que hay varios sillones, algunas sillas y mesas, un futbolín y una barra de bar reluciente. Es la cafetería del centro, que debe ser el establecimiento más económico de la ciudad, porque sirve cenas a cinco francos (535 pesetas) y bebidas no alcohólicas a uno. Hoy hay espinacas, ensalada y crema de chocolate. Nadie come, la mayoría se concentra al final de la amplia habitación acariciando en los bolsillos la papelina de droga que está a punto de inyectarse en otra habitación que tiene capacidad para 10 personas. Es la sala de venopunción, una estancia cuadrada con una barra de acero inoxidable adosada a cada pared, sobre la que hay cucharillas, alcohol y otros materiales necesarios para endosarle a las venas heroína. Cada usuario, que debe ser mayor de 16 años, tiene media hora para administrarse una única dosis. Un enfermero o enfermera jamás abandona el cuarto, pero tiene prohibido ayudar a inyectarse, porque no se responsabilizan de la droga que se consume.

Unas 130 personas acuden a diario a esta narcosala, que abre desde las 14.30 hasta las 21.30, excepto los domingos, y en la que también hay facilidades para ducharse y lavar la ropa gratis. Está atendida por cinco personas en cada turno. Un médico pasa consulta una hora por semana y un ayudante de laboratorio recoge, también semanalmente, muestras de droga a petición de los toxicómanos para analizar su composición. Un vigilante completa la plantilla, responsabilizándose de que nadie quebrante el código de conducta que prohíbe pincharse en la calle o en el baño, intercambiar dinero o droga y emplear la violencia física o los insultos. Si algo de eso ocurre, al causante se le impide la entrada durante uno o varios días.

El presupuesto anual de las instalaciones es de 1.400.000 francos suizos (más de 140 millones de pesetas), que se sufragan entre el Estado, el cantón de Berna y una fundación privada. Los ciudadanos votaron a favor de su puesta en funcionamiento en un referéndum, aunque sigue habiendo cierto rechazo vecinal que Anita Marxer no considera significativo: "La gente no quiere ver a los drogadictos en la calle. Pues bien, aquí se inyectan 69.000 dosis anuales. Todo eso que no ven por ahí. La policía también prefiere saber dónde están los toxicómanos, y nosotros lo que queremos es salvar vidas".

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