Las lecciones de El Ejido MANUEL DELGADO
¿Cuáles son las lecciones de El Ejido? ¿Qué debemos aprender de lo sucedido aquí, en una Cataluña donde todo tipo de signos permiten augurar estallidos parecidos, algunos ya anticipados? Hace unos días fue el Poniente almeriense, pero mañana puede ser el Baix Llobregat, la Selva, Osona, el Segrià..., o el Raval de Barcelona. Y no sería la primera vez: fue hace días en Premià, hace unos meses en Ca n'Anglada, en 1990 en Alpicat, en 1993 en Massalcoreig...La primera conclusión a la que se llega es que no se puede continuar reduciendo la violencia racista a las acciones de un puñado de skins, intentando presentar todo hecho xenófobo como un enfrentamiento entre marginados. En El Ejido han aparecido involucradas mayorías sociales absolutas demostrando hasta qué punto la persecución violenta contra minorías consideradas globalmente culpables es un recurso de acción disponible para honrados y decentes ciudadanos, que pueden encontrar del todo pertinente en un momento dado matar a patadas a un vecino o quemar una casa con sus habitantes dentro. Recuérdese, sin ir más lejos, que esa asunción social de las lógicas excluyentes fue la clave de la derrota socialista en Manlleu en las últimas elecciones municipales.
Puesto que la exclusión violenta de los considerados inferiores no se limita a las prácticas perversas de grupos neonazis, se revela perversa la fórmula tantas veces reiterada de "contra el racismo, más policía". Como ocurriera en los hechos de octubre de 1995 en Ceuta -de los que parece que nadie se acuerda ya-, las llamadas fuerzas de orden público han vuelto a ser cómplices del racismo popular, como lo son siempre del institucional. En El Ejido la policía asistió impasible a todo tipo de agresiones contra personas indefensas y contra bienes, y cuando actuó pudo presentar un balance de lo más elocuente: de los detenidos, más o menos la mitad eran españoles que se habían atrevido a pegar a un funcionario español; la otra mitad eran magrebíes. Por muchísimo menos que lo ocurrido en Almería con las fuerzas de seguridad -para los inmigrantes, de la inseguridad-, cualquier ministro del Interior hubiera dimitido. Aquí lo preocupante no es sólo que no dimita, sino que no haya habido ninguna fuerza política que se lo haya exigido.
Otra consecuencia que se debe extraer es que, en efecto, no hay sitio en España para partidos de ultraderecha como los de Haider en Austria o Le Pen en Francia. Ese espacio a la derecha del Partido Popular ya lo ocupa el propio Partido Popular. Las actitudes y declaraciones de responsables políticos de ese partido, tanto a escala local -Enciso, el inefable alcalde de El Ejido- como estatal ponen de manifiesto que hoy, en España, gobierna la extrema derecha, cuando menos en lo que hace al tratamiento del llamado "problema de la inmigración".
En cuanto a la avalancha de pronunciamientos expertos sobre los sucesos de Almería, se aprecia una tendencia a argumentar en términos puramente economicistas la necesidad de esos inmigrantes a los que se vapulea legal y físicamente, como si la bondad de su presencia se redujera a su capacidad de generar beneficios, gracias por otra parte a las condiciones de trabajo infames a que se les somete. Otros análisis han insistido en los lugares comunes del antirracismo estético y misericordioso. Muy pocos han puesto énfasis en que nos hallamos ante espasmos reflejos que tienen como escenario el cuerpo social, pero cuya fuente última es un colosal sistema de explotación que afecta a seres humanos sin derechos, "ilegales" -¿cómo puede ser una persona toda ella ilegal?-, que viven bajo un permanente estado de excepción y para los que la europea y democrática España es el Chile de Pinochet.
Respecto a las fórmulas que permitirían superar esta situación, es patético escuchar cómo se repiten los tópicos en favor de una mayor "integración" de los inmigrados, integración incluso en una imaginaria cultura anfitriona, como hemos visto que proponía hace poco la Generalitat en su delirante "carta de derechos y obligaciones de los inmigrantes". Los sucesos de El Ejido han puesto de manifiesto que para un inmigrante no es que sea inútil integrarse: es una temeridad. Entre quienes han llevado la peor parte en El Ejido han estado precisamente los más integrados, los que se habían casado con españolas, quienes habían abierto un comercio y tenían un empleo estable, quienes creían que con ellos no iba la cosa.
En cuanto a los medios de comunicación, la mayoría ha denunciado superficialmente las violencias para, acto seguido, pasar a justificarlas de manera velada. Los reportajes, los comentarios, los editoriales, las opiniones vertidas en el submundo de las tertulias, han presentado el conflicto como un enfrentamiento entre vecinos e inmigrantes, dando por descontado que estos últimos no eran vecinos, es decir, no merecían ser tenidos como seres humanos que viven al lado. La conclusión ha sido unánime: los inmigrantes traen problemas, entre ellos el racismo. No sólo cometen delitos e implantan costumbres inaceptables, sino que además provocan brotes de racismo. Una vez más, las víctimas pueden ser presentadas impunemente como si de algún modo "se hubieran buscado" los males que padecen.
De lo dicho cuesta extraer otra moraleja que la de que para miles de trabajadores miserabilizados e inferiorizados España no puede ser un Estado democrático. No sólo porque para ti, inmigrante, si alguien llama a tu puerta a las cinco de la mañana seguro que no es el lechero. España no puede ser para ti un país libre porque su Constitución establece en su artículo 14 que "todos los españoles son iguales ante la ley". Y tú no eres español. Tú eres un extranjero sin papeles y pobre. En España su máxima ley establece que no se puede cumplir el precepto con que se abre la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquel que haría de ti un "ser humano nacido libre e igual". Si las más altas leyes no te consideran digno de ser un ciudadano, ¿qué podrás esperar de esos vecinos que siempre te miran mal?
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