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Dos ciudades

Cada ciudad tiene un corpus urbano, material, y también un espíritu propio aportado por los ciudadanos y la complejidad de sus relaciones. Estos ingredientes varían generalmente de una ciudad a otra, pero las diferencias se acentúan entre los que componen sus centros históricos. Así es el caso de Ciutat Vella, en Barcelona, y del centro histórico de Santiago de Compostela.Después de una década larga de trabajo, y en un momento en que las respectivas políticas urbanas han logrado un amplio reconocimiento, conviene dar un repaso al grado de relación entre ambas experiencias. En Compostela lo más interesante del trabajo urbano ha sido, y todavía lo es, el haber descentralizado los nuevos equipamientos que necesitaba la capital de Galicia para evitar las tensiones sobre la ciudad histórica, fijar la población y descifrar el maclaje de sus piezas arquitectónicas históricamente contrapuestas. En cambio, en la Ciutat Vella barcelonesa lo más interesante ha sido remontar su aislamiento mediante el desarrollo de políticas urbanísticas muy potentes tendentes a abrir un territorio estanco, concentrando equipamientos que permitieran contagiar positivamente el entorno y aligerando una densidad que superaba todo límite. El perfil de los instrumentos de transformación y conservación utilizados en cada ciudad ha sido distinto, si bien disponen de un denominador común que, por muy sencillo que parezca, pasa a ser el factor esencial: la voluntad perseverante de hacer las cosas.

Ciutat Vella era en los años 60-70 un lugar casi impenetrable, donde el valor de la esperanza era bajo y el precio que pagaban buena parte de sus habitantes era una vida urbana aislada: la otra parte de la ciudad le daba la espalda y se permitía el lujo de dilapidar una porción importante de su economía. Hoy Ciutat Vella ha aprendido a ser centro, y para una ciudad eso es suficiente.

Los criterios higienistas del plan Cerdà, recogidos en parte por el urbanismo posterior, darían lugar al trazado de un nuevo viario de sección considerable que conecta el Ensanche y el mar. Al mismo tiempo se emprenden operaciones de esponjamiento a menor escala del denso tejido urbano, generando espacios públicos construidos con una nueva arquitectura y con un programa intenso de rehabilitación. No todas las edificaciones, por el hecho de estar en un conjunto histórico, pueden ser calificadas de arquitectura histórica; de hecho, la trama urbana de las zonas más densas se había creado con operaciones especulativas para concentrar la mano de obra industrial a cualquier precio y con cualquier condición de vivienda.

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Santiago de Compostela era la bella durmiente. Su largo y profundo sueño, o mejor dicho, su hibernación le hacía temer el presente y el futuro. En nuestros años adolescentes la ciudad se nos echaba encima y su belleza estaba encubierta por un moho que era el cobijo del gusto rancio del franquismo. Vivía entonces del pasado, de sus copiosas rentas artísticas, y la historia era utilizada como una losa para permanecer inmóvil. Hoy en día el centro histórico es el corazón vivo de la ciudad y una referencia en Europa al haber recuperado el Camino de Santiago como proyecto cultural.

Conjuntos como el de Compostela levantan el mayor nivel de consenso entre los ciudadanos. Todos coincidimos en la valoración de la belleza de lo construido: es sólido, uniforme y parco en materiales. Pero también es un batiburrillo estilístico de arquitecturas y movimientos, que unas veces coexisten pero muchas otras se enfrentaron entre sí. Ésta ha sido la historia de la construcción-destrucción-construcción de una ciudad formada por capas, como señala Castilla del Pino al hablar de la catedral de Santiago. Es precisamente la complejidad de sus arquitecturas y su consiguiente entendimiento lo que hace a Compostela más bella. Una ciudad histórica, e incluso una moderna, construida con una sola forma, resultaría insoportable, como de hecho ha sucedido con las nuevas ciudades diseñadas desde los protocolos del más puro movimiento moderno.

Santiago de Compostela y Barcelona han recurrido al planeamiento y al proyecto arquitectónico con diferentes enfoques y al desarrollo de medidas de gestión aplicadas con distinta intensidad, y la relación entre ambas experiencias permite concluir contundentemente que ésta es la mejor fórmula para la preservación de cualquier ciudad histórica.

A la hora de confeccionar el plan es necesario entender artística y constructivamente los edificios monumentales, la arquitectura civil y religiosa, o sencillamente la más común del caserío, pero también las calles y espacios públicos, recurriendo a una revisión crítica que separe lo fundamental de lo que no es esencial, de aquello que ha sido añadido sin valor, e incluso las zonas en las que es necesario construir ex novo con parámetros y criterios contemporáneos. En este caso, cuando se trata de crear una nueva arquitectura, debe realizarse más como una potencia productora que como una simple reproducción o negación de las otras arquitecturas presentes en la ciudad y que pudieran estar ya sacralizadas. Pero también es necesario, a la hora de acometer los programas de rehabilitación, entender la racionalidad de los materiales usados y la posición de los ciudadanos respecto a ellos. Así, en Compostela veneramos la piedra; la teja se admite porque es nuestro común componente folclórico; el hierro también se acepta, pero no por sí mismo, sino que, como es dúctil, se deja retorcer hasta extremos indecorosos. Incomprensiblemente, la madera se rechaza, porque la tecnología del hormigón la ha dejado de lado.

El binomio transformación y conservación ha sustentado -y sigue haciéndolo hoy- buena parte de esta filosofía desde la preservación de la memoria, de su actualización y, por qué no, desde la generación de una nueva, ya que la memoria ha de crearse, igual que, según San Agustín, ha de hacerse la verdad.

Pero, ¿transformar y conservar para quién? Obviamente, para los ciudadanos. Hacerlo así supone, en el caso de Santiago, entender las relaciones económicas y sociales que ayuden a fijar la población residente y a incorporar un nuevo contingente de vecinos que evite que el centro histórico se convierta en un lugar de minorías, en un bien de uso turístico, o, en el caso de Ciutat Vella, perder densidad, ganar calidad de vida y generar políticas imaginativas para acoger la inmigración.

Pero no debemos olvidar que, junto al plan y al proyecto, ha de darse la necesaria coordinación entre administraciones, las inversiones más sostenidas que grandilocuentes y, como decía al principio, la voluntad permanente de políticos y técnicos de involucrarse en los temas de la ciudad histórica cada día, desde que amanece.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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