Cabello de ángel
La cabellera fue una manifestación de la fogosidad, de potencia física, de energía superior. Cabellos rubios como hilos de oro son expresión de resplandeciente belleza solar; en nuestras rondallas infantiles solía aparecer un gentil infante rubio con rayos de sol por pelos como llamas, pervivencia de la imagen de Apolo. Su crecimiento se asemejaba a la floración, símbolo de hermosura -A Aragó hi ha una dama que és bonica com el Sol,/ té la cabellera rossa,/ li arriba fins als talons- y de fuerza vital, un vigor sexual que llegó hasta los austeros Evangelios con las deliciosas cusconelles y exquisitas pessigolles que la Magdalena brindó a los pies del Nazareno con su negra cabellera; la dejó crecer e iba, desnuda, cubierta. Para los godos, además de vigor, eran señal de hombre libre; rasurados, de servidumbre; nuestro bisabuelo fundador de un país de países no podía ser otro que un germánico Wifré el Pilós; un afeitado mientras dormía destronó a Wamba (como Sansón, que lo perdió todo por quítame-allá-esos-pelos); ipso facto se metió monje. Con la coleta los toreros pierden la fuerza lunar necesaria para enfrentarse al solar toro. La tonsura era señal de renuncia a las pompas y obras, y no sé si a las perversiones, de la mundanidad viril. Hoy es san Eleuterio, inseguro apóstol de idólatras visigodos barbarrojos -Guarda't de pedra rodona, ca que no lladra i home roig mal pèl- del siglo VI, coetáneo de la guapa santa Barbaba, escondida bajo el nombre de Paula y cubierta con el felpudo de una luenga barba, que, al instante le envió el Todopoderoso para proteger su pureza de acosadores; en el 304 se obró el mismo milagro, cuando el striptease (completo, sólo unos días, no profesional) de la bella adolescente dulce Agnes en una oplestoría romana, del cual se escapó pels pèls.
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