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De montañas frenética Martí Domínguez

Cuenta Carles Sarthou que la primera vez que ascendió al Penyagolosa no pudo evitar las lágrimas. En ese libro tan entrañable que es Impresiones de mi tierra (1910), Sarthou aparece fotografiado en la cima con su característico sombrero, chaleco y corbata. A principios de siglo, ascender al Penyagolosa no era como hoy, cuestión de unas horas, sino que había que pertrecharse y, a lomos de un mulo, acceder durante un par de días de caminos de herradura, infestados de peligros y de tábanos: "La del alba sería cuando montando fornidos rucios y vadeando el río de Lucena, comenzamos a trepar por los montes" -escribe con un barroquismo que resuena tan anacrónico como su sombrero.Las lágrimas de Sarthou eran "lágrimas románticas", un género que divulgó el paseante solitario Jean-Jacques Rousseau, y que a su vez tomó prestado de su admirado Albrecht von Haller. El científico y poeta Haller escribiría, a principios del Siglo de las Luces, un poema titulado Alpes, centrado exclusivamente en divulgar hipérboles de asombro ante las maravillosas montañas alpinas. Sin duda, Haller fue el primero que vió la montaña como motivo literario y que animó a los discípulos de la naturaleza a recorrerlas y descubrir sus tesoros. Hasta entonces, el paisaje alpino era tan sólo visto como un nido de hambre y miseria, de frío y desolación; Haller, con su gran peluca empolvada, fue el primero en abstraerse ante la pobreza de los campesinos y en gestar todo un repertorio de ensoñaciones que conducirían, con el paso de unos pocos años, hasta Caspar David Friedrich.

Con seguridad Antonio Joseph Cavanilles -o nuestro Cavanilles- no hubiera entendido nunca ni a Haller ni aún menos a Rousseau. En su crónica del Penyagolosa, "donde los fríos duran nueve meses", tan sólo se percibe un ligero brote emotivo ante el descubrimiento de un geranio "de raíz larga, parecida a una chirivía". Poco importa que ese geranio sea una nueva especie que llevará desde entonces su nombre (el geranio de Cavanilles): el botánico se muestra más bien apático ante la desolación de la montaña. La vena poética -la lágrima- tardará más de un siglo en aparecer en nuestro país. Incluso a veces se mostrará irremisiblemente reacia a hacer acto de presencia: "La impresión que produce es sobrecogedora -escribe algo forzado Joan Fuster del Penyagolosa-. Por lo menos me la produce a mí, que soy hombre poco ilustrado en materia de montañas frenéticas: mi costumbre es el litoral bajo y sin alterones, y el hecho de encontrarme así, tan cercana y tan doméstica, esta ingente corpulencia rocosa, es un acontecimiento estupefactivo". Quizá por eso, Joan Fuster se negó a ascender hasta el picacho, y nos negó una lágrima, que en sus ojos de escéptico ilustrado, hubiese sido todo un hito.

Pensaba en estas cosas durante una reciente ascensión al Montcabrer, guiado por uno de esos maravillosos textos de excursionismo que publica la editorial Tándem. En el macizo de Mariola -como describe sabiamente Josep Nebot en su trabajo, tan lleno de anécdotas y sugerencias, de notas eruditas y científicas- ocurre algo muy parecido al macizo de Penyagolosa: el espíritu de la montaña enseguida nos cautiva y emociona. Poco importa que el Montcabrer no alcance siquiera los 1.400 metros de altura; sus riscos y cortados, su silueta esbelta y algo alpina, sus plantas exclusivas (la sierra perfumada, como la calificaba siempre López Chavarri), nos producen una intensa emoción desde el primer momento. En la cima, el Centre Excursionista d'Alcoi ha habilitado, en la oquedad de una roca, una cajita metálica que contiene un bloc y un lápiz: allí el excursionista anota las impresiones del ascenso. Y es una auténtica delicia leer los testimonios de todos esos pacientes caminantes: un sin fin de exclamaciones y admiraciones "estupefactivas" se suceden. Recordé las palabras del ilustre excursionista Sarthou: "En la cumbre, hay un antiguo torreón, rico en leyendas y desquiciado por los rayos. En él subo como puedo y emocionado me descubro, admirando el poder del Creador y despidiéndome de Peñagolosa, quizás, quizás para siempre.

Una lágrima resbala por mi mejilla...".

Martí Domínguez es escritor.

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