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Ciudades

JOSÉ MANUEL ALONSO

Cada fin de semana las ciudades vascas se acercan más, se van haciendo una siendo distintas. Es una buena lección de los ciudadanos hacer de nuestra comunidad una única para disfrutarla entre todos. Era ésta la intención o el discurso de algún político de gobiernos vascos pasados. Hubo y hay todavía otros muchos que se empeñan en lo contrario, en desunir, distanciar y hasta insultar y atemorizar. Pero el tiempo, las ciudades y los ciudadanos han dado ya la bienvenida a los vascos que llegan de fuera. Aquel viejo y pueril orgullo mal entendido de enfrentar a una ciudad con otra se está rompiendo. Bilbao, San Sebastián y Vitoria, sin ir más lejos, se llenan cada fin de semana de los que antes se denominaban forasteros, por no decir forajidos, y que ahora son forjadores y copartícipes de la belleza y del disfrute de cada capital. Lo esperábamos, porque son tres ciudades que enamoran de flechazo; te las llevas cuando te vas y te las ganas de nuevo cuando regresas.

Vitoria, la ateniense con rincones únicos y escenarios de Aldecoa, la almendra con reservas de otros tiempos y edades medias, de diversos mundos y épocas; con unos edificios, paseos y campas que supuran naturaleza, destreza y serenidad. Bilbao, con todo el mundo en villa cantada por Unamuno, entre colinas o montes, cruzada por puentes y entrecruzadas calles, encontrando el Bilbao de ahora que es el de siempre, pero limpio y rehabilitado, mirando de frente y sin vergüenza a la Ría y extendiéndose metro a metro, entre estaciones, hasta el mar de Getxo, puerto de Santurtzi o ría de Plentzia. Y San Sebastián, de perfiles novecentistas parisinos, pero con mar y Urumea, con concha e isla, con playas y también cubos. Mas bella que nunca, fascinante como ciudad, como paisaje y como mundo, que se deja besar las manos y la cara, o, como escribía Celaya: ciudad que besa y que te besa.

Paseamos por cada una de ellas, hechas las tres para cruzar el paso entre casas bien distintas, pero alineadas, entre bulevares, avenidas, paseos que se alargan al llegar la tarde y se acortan por las noches. En cualquiera de ellas, al vasco que acude se le hace corto el día y hace suyo, hermoso, el fin de semana.

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