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Paz, paz, paz

El final de la tregua de ETA, y los hechos acaecidos después, nos interpelan a todos los ciudadanos. Yo creo que la inmensa mayoría del país -lo mismo de toda España que del País Vasco- quiere la paz; y ahora se frustra nuestro íntimo deseo con lo ocurrido. Y empiezan las dudas, olvidando que, si queremos la paz, debemos ser pacíficos nosotros.Los cristianos tienen una descripción de nuestros ideales en las Bienaventuranzas, cuando dicen: "Dichosos los que procuran la paz, porque se llamarán hijos de Dios". Estas propuestas de acción que hay en ellas, son una promesa de felicidad terrena, latente en las todas Bienaventuranzas, porque "revelan una felicidad humana paradójica" (L. Alonso Schökel, La Biblia del peregrino). Sin embargo han sido demasiadas veces olvidadas por los creyentes en su triste historia llena de luchas, crueldades e injusticias. Negatividad que una vez más se resume en la observación del filósofo católico Jacques Maritain: "La dignidad del cristianismo, y la indignidad de los cristianos". Y, cuando decimos cristianos, nos referimos lo mismo a los de a pie, que a los situados en la cumbre del poder eclasiástico; todos han olvidado en la historia ese ideal, y han procedido persiguiendo a los que no pensaban como ellos. Sólo hay una excepción: los dos primeros siglos del cristianismo, con el manifiesto pacifismo de sus dirigentes y de sus fieles. San Justino confesaba: "Evitamos la fuerza contra nuestros enemigos"; san Clemente de Alejandría describía así su postura: "Diversos pueblos excitan su pasión guerrera -como hacía Mussolini, Franco o Hitler, y sus ejércitos- con música marcial; pero los cristianos usan sólo la Palabra de Dios como instrumento de paz"; y el colofón lo pone san Cipriano: "A los cristianos no les esta permitido matar". Ni penas de muerte, como hacen hoy los cristianos de Estados Unidos, ni crueldades, ni violencias para conseguir la paz. El tiempo en que rezábamos en Semana Santa contra "los pérfidos judíos", pasó gracias a ese gran Papa que se llamó Juan XXIII, y que publicó al final de su vida una Carta encíclica modélica, que llamó expresivamente: "Paz en la tierra"; y yo fui testigo como se frustró entre nosotros en parte, ese buen deseo, porque algunos obispos españoles prohibieron comentarla públicamente en sus diócesis.

La verdad latente en esas posturas del primitivo cristianismo era aquella que en el siglo pasado describió el pensador inglés Carlyle: "Toda batalla es un malentendido". Por eso el camino fundamental para evitar las luchas es el diálogo, y hasta la negociación . Lo demás no resolverá del todo el problema del enfrentamiento, aunque externamente se amansen las aguas.

Poco antes de terminar la tregua di una conferencia en Logroño insistiendo en esta postura, difícil sin duda; pero necesaria. Y ahora me lo ha recordado la lectura de una revista de los obreros católicos, Noticias Obreras, que debía ser conocida por todo ciudadano español. En su número del 1 de febrero vienen dos artículos, que recomiendo para nuestra reflexión serena. Uno de un buen teólogo; y la otra de un ciudadano de a pie que es cristiano. Ambas, creo yo, que representan el pensamiento de muchos que están sufriendo, o ven sufrir, la injusticia de la falta de paz, y de nuestra incapacidad para hacer algo más que la simple represión, con el fin de superar esta situación.

Ambos plantean la posibilidad del voto en blanco en las próximas elecciones por unas razones o por otras. No todos estarán de acuerdo con esta opción, pero se comprende el desaliento de cada vez mayor número de ciudadanos, porque la votación consiste en elegir unas listas cerradas cada cuatro años; y luego a callar, aunque no se cumplan casi nunca las numerosas promesas -casi siempre confusas, poco concretas o poco realistas- que se hacen para conseguir el voto.

Lo deberían meditar esto los partidos, no sólo aquí en España, sino en casi todo el mundo: es el desánimo que engendra la democracia insuficiente que vivimos. Sólo es representativa, pero muy poco participativa. Y lo que pasa entre bastidores en ella apenas lo sabemos los ingenuos ciudadanos.

Analicemos el tema central de esta inquietud por conseguir la paz que no llega, ni sabemos hacerla llegar. Yo creo que el cristianismo, unas veces para bien y otras para mal, ha marcado buena parte de nuestra moral europea. Por eso no será malo acudir a sus principales mentores y saber lo que dijeron. San Agustín, en sus mejores momentos, que no siempre los tuvo, señalaba con razón: "La paz es un bien, y no hay otro más valioso y útil". Paz que entendía insuficientemente como "la tranquilidad en el orden"; le faltaba lo que añadió santo Tomás de Aquino, que tampoco acertó siempre en ese cometido: "La convivencia en la tranquilidad y el orden, ésa es la paz". Sí, la finalidad es la convivencia humana; no sólo la tranquilidad externa porque haya un orden que la imponga. Aquí está la necesidad del diálogo y la negociación razonable. Y yo añadiría la observación de nuestro teólogo-jurista padre Vitoria, observación que no se debe olvidar nunca por quienes la intentan: "El hombre aventaja a los animales por la razón, la sabiduría y la palabra". Esto es: por la reflexión, la experiencia y el diálogo. Pero sin olvidar la dificultad de que al hombre "se le dejó frágil y débil", y "para subvenir a esas necesidades es absolutamente necesario que los hombres vivan en sociedad, ayudándose unos a otros". Es la ayuda mutua, que predicó y demostró con acopio de razones, hace un siglo, como única posibilidad de desarrollo verdaderamente humano, el gran pensador que fue el científico revolucionario Pietr Kropotkin. Idea corroborada actualmente por el antropólogo Ashley Montagu, y sus numerosos colaboradores desde las más diversas ciencias humanas. La evolución positiva se produce sólo cuando hay cooperación, no cuando hay fría lucha y enfrentamiento.

Aquí estaría bien recordar la equivocación política presente, de confiarlo todo a las ideas neoliberales, que olvidan todo lo aquí dicho y consideran que las frías leyes económicas del libre mercado, aplicadas a toda la vida, son la "suprema lex". La sociedad ha sido creada, según el padre Vitoria, "para que unos ayuden a llevar las cargas de los otros"; y en esto no se pueden inmiscuir las ideologías partidistas, ni religiosas ni antireligiosas, porque el gobierno de los pueblos es de tejas abajo, según los grandes teólogos-juristas de nuestro Siglo de Oro. Ellos dicen que el cometido de la ley es la convivencia o paz social; y que ésta, señala Domingo de Soto, "no castiga los crímenes según la gravedad que tienen ante Dios, sino en el grado que se oponen a la paz". Es "dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César".

Pensemos más serenamente en el camino de la paz; y no lo queramos resolver de un plumazo con medidas solamente externas, porque así nunca será definitiva la paz, que la queremos en todo orden de cosas.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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