Más estrategia y menos táctica FRANCISCO PÉREZ
La inversión pública en infraestructuras hace tiempo que dejó de contemplarse como un instrumento para regular la demanda y el ciclo económico, pasando a ser considerada una pieza clave de las políticas de oferta que debe contribuir a promover el crecimiento a medio y largo plazo. Con las infraestructuras se acumula capital público, gracias al cual se amplían y modifican las condiciones en las que se ofrecen múltiples servicios de transporte, de suministro de agua, energía o comunicaciones, de educación o sanidad... Como sucede con la inversión privada, sin una adecuada dotación de capital, ni la economía ni los servicios públicos pueden funcionar con las características que hoy se requieren en los países desarrollados.Durante las últimas dos décadas, España ha realizado un notable esfuerzo por mejorar su dotación de infraestructuras, pero en algunas de ellas todavía no ha alcanzado los niveles adecuados para un país avanzado. Si las infraestructuras han de ser una palanca del crecimiento, es necesario que el esfuerzo inversor prosiga y, sobre todo, que sea productivo. Sólo así la convergencia en las dotaciones de infraestructuras contribuirá a la convergencia en renta real.
El primer obstáculo que dificulta el pleno aprovechamiento de las inversiones realizadas es la irregularidad del ritmo inversor: la gestión pública de asuntos que afectan al largo plazo depende todavía en España del ciclo político y no es capaz de contribuir a estabilizar el ciclo económico. Al contrario, más bien lo acentúa, utilizando la inversión como variable de ajuste del presupuesto. Este comportamiento tiene inconvenientes para el sector de la construcción, que ve sometido el volumen de contratación a un régimen de ducha escocesa; pero, sobre todo, produce efectos nocivos sobre la programación y la coherencia de las prioridades y, en consecuencia, sobre la ejecución ordenada de los proyectos más necesarios.
En un país que crece regularmente, como España, los estrangulamientos que se observan periódicamente en determinados servicios de infraestructuras son el claro reflejo de una inadecuada previsión o de incapacidad de gestión. De ambas cosas son responsables los Gobiernos, por más que sea ciertamente complicado anticipar la evolución de las necesidades de los distintos servicios en horizontes temporales muy largos. Los cuellos de botella, que en los ochenta fueron visibles en las carreteras y en los noventa detectamos en los aeropuertos o el ferrocarril, son manifestaciones concretas de estas deficiencias. También es responsabilidad de las políticas que las demandas rápidamente crecientes de los nuevos servicios de telemática y telecomunicaciones sufran estrangulamientos derivados de unas infraestructuras insuficientes o de una regulación perniciosa para el acceso fácil, rápido y barato de toda la población a esas tecnologías en cuyo dominio nos jugamos el porvenir.
La pregunta que ha de plantearse de cara al futuro es cómo puede garantizar el Gobierno de un país desarrollado un ritmo de crecimiento de los servicios de infraestructuras, adecuado a una demanda fuerte y cambiante de los mismos. El aumento del nivel de renta y el progreso técnico producen saltos y desplazamientos de nuestras demandas de servicios públicos, lo que exige respuestas flexibles que encajan mal con una oferta encorsetada por la rigidez presupuestaria y la presión -a veces paralizante- de la táctica política del momento. Por eso, en periodo electoral, es oportuno llamar la atención sobre la importancia de que los aspirantes a gobernar se manifiesten sobre el qué y el cómo de su estrategia de infraestructuras. Para que resulten creíbles los compromisos con los objetivos de convergencia real con el resto del mundo desarrollado habrán de decir si consideran necesario, o no, promover cambios profundos en este ámbito de la gestión pública, crucial para el crecimiento.
Francisco Pérez es catedrático de la Universidad de Valencia y director de Investigación del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE).
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