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Reposición de un clásico

Lo apuntábamos, en esta misma página, la pasada semana: para un partido como el PP español, sentar cátedra de puritanismo antifascista y de rigor antixenófobo resulta altamente arriesgado. Lo es porque sacar pecho contra Haider y a cuenta de la preocupante situación austriaca resulta fácil, además de barato; pero al día siguiente salta a la fama un correligionario como Juan Enciso, alcalde de El Ejido, y los ministros Mayor Oreja y Piqué se ponen a improvisar ante los micrófonos sobre la Ley de Extranjería y la conducta policial frente a las algaradas racistas, y empiezan a caer esqueletos desde el mal cerrado armario de la historia..., y todo el look de eficiencia, centrismo y posmodernidad pasteurizada tan laboriosamente diseñado se va al carajo en unas pocas horas.Pues bien, a pesar de los riesgos descritos, el Partido Popular anda al parecer sobrado de gentes audaces y desacomplejadas, dispuestas a apedrear el tejado del prójimo aun cuando ellos tengan la techumbre de cristal. El penúltimo ejemplo lo ha dado don José María Robles Fraga, su secretario de relaciones internacionales, al equiparar en carácter "extremista" y en "nacionalismo étnico" a Esquerra Republicana, al Bloque Nacionalista Galego y al Partido Nacionalista Vasco con el FPÖ de Jörg Haider. Sin duda, ser sobrino carnal de ese dechado de centristas que ha sido siempre Manuel Fraga Iribarne, ser hijo de Carlos Robles Piquer, que fue durante una década (1962-1969) número tres del Ministerio de Información y Turismo regentado por su cuñado antes de servir como ministro de Educación y Ciencia a aquel otro conspicuo demócrata de nombre Carlos Arias Navarro, tales y tan bien asumidos antecedentes familiares cualifican en grado superlativo al señor Robles Fraga para enjuiciar y condenar a fuerzas políticas que luchaban por la libertad mientras él gozaba de una infancia y una adolescencia confortablemente franquistas. ¡Qué suerte tienen algunos!

Pero conviene no confundirse, porque el verdadero problema no es que a José María Robles Fraga -valga la redundancia- le hayan traicionado los genes: lo relevante es que hemos entrado en campaña electoral y, como es de rigor en tales circunstancias, los dos grandes partidos estatales comienzan a librar su tradicional torneo "a ver quién es más patriota" (porque, según precisó días atrás el fino tratadista don Eduardo Serra, ellos son patriotas: nacionalistas somos los demás). Hace unas semanas, apenas firmado el acuerdo preelectoral entre el PSOE e Izquierda Unida, connotados dirigentes socialistas -recuerdo ahora a Juan Carlos Rodríguez Ibarra- expresaron su esperanza de que, con el pacto de izquierdas y la subsiguiente devaluación política de los nacionalismos periféricos, el debate sobre la identidad y la articulación de España fuera reemplazado por la discusión sobre los problemas concretos de los españoles. El PP, por su parte, parecía inclinado a orientar la campaña en clave de moderación y obra de gobierno frente al "radicalismo socialcomunista", y hasta se rumoreó que Josep Piqué había dado consignas de ignorar a Convergència i Unió, de ningunearla como a un matiz irrelevante en medio de la gran disyuntiva PSOE-PP.

No ha podido ser. Y no sólo ni principalmente por culpa del impulsivo Robles Fraga, sino por la inexorable lógica de una cultura política española cuya estrechez democrática le hace ver a los otros nacionalismos internos, por pacíficos, o moderados, o conciliadores que sean, como enemigos solapados, como huéspedes ingratos y parasitarios del Estado común, como intrusos a una identidad que se sigue concibiendo a sí misma en términos esencialmente unitarios.

El pasado viernes, a un mes exacto de la cita electoral, los dos aspirantes a La Moncloa dieron pruebas de ello de forma casi simultánea y en inquietante simetría. José María Aznar, el candidato del PP a la reelección, lo hizo en Alicante, donde sacó a escena el tronadísimo espantajo de los Països Catalans para asustar con él a los electores locales: Esquerra Republicana, aliada de los socialistas -advirtió el presidente-, quiere anexionar la Comunidad Valenciana a Cataluña. ¡Qué miedo! Pocas horas antes, justo cuando veían la luz esas vallas y esos anuncios ensalzando a Joaquín Almunia como encarnación de "la España que entiende a Cataluña", el presidenciable del PSOE trataba de reafirmar su credibilidad patriótica frente a la dura competencia del PP y, desde la tribuna madrileña de la Fundación Ortega y Gasset, proponía un pacto entre las fuerzas de ámbito estatal para poner coto a las demandas de CiU y PNV. No sólo eso; decidido a no dejarse adelantar por Aznar en la carrera del celo españolista, el candidato lanzaba esa incomprensible analogía entre la violencia callejera en el País Vasco y la política lingüística del Parlamento y del Gobierno catalanes. Incomprensible, sí, porque tal analogía insulta a la realidad y al sentido común y porque, precisamente, Joaquín Almunia no ha sido ni es "un Vidal-Quadras cualquiera".

¿Marginar, ignorar, ningunear al nacionalismo catalán? Más bien parece que, si no existiera, los estrategas de las campañas electorales españolas necesitarían inventarlo.

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