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Andorra

PACO MARISCAL

En el tren de cercanías oye uno la voz de muecín en el transistor del pasajero vecino. El muchacho se baja en Nules porque se ocupa en eso de la naranja. Mientras tanto, humo y llamas de neumáticos, humildes locales como mezquitas arrasadas, rabia sin sueño y odio depabilado en el Sur. Y el Sur es El Ejido y el Sur somos todos cuando nadie es extraño a los prejuicios xenófobos. Y es que la xenofobia es ideología minoritaria, y también connivencia, y también ignoracia cómoda, y también mirar hacia otro lado. Por eso las aguas putrefactas de la xenofobia discurren por todos los ámbitos sociales. No, no es cierto, como afirmaba esta última semana un docto profesor de Economía Aplicada, que el muladar xenófobo suponga un riesgo únicamente entre los votantes del PP o los votantes del GIL. También por donde los votantes de la izquierda europea discurren las aguas podridas: los votantes de Le Pen, de los republicanos alemanes o de Haider votaron también algún día a la izquierda tradicional. De eso saben los franceses y tienen encuestas al respecto. A todos nos llega ese vino agrio, o ese humo y llamas de neumáticos.

Pero si queremos evitar los cristales rotos o las mezquitas arrasadas, el odio en las médulas o la xenofobia del nacional-populismo, hay que viajar a Andorra. No la Andorra de los Pirineos o ese pueblo de Teruel, sino la Andorra dramática y trágica del escritor suizo Max Frisch. El dramaturgo da por sentado el racismo y la xenofobia como prejuicio colectivo: está siempre ahí de forma latente o patente como en Andorra; esa Andorra que enjalbega las fachadas de sus casas y muestra orgullosa sus limpias calles de forma hipócrita. Pero el tema del drama de Max Frisch no es el qué del racismo y la xenofobia, sino el cómo se llega a eso, cómo se aterriza en esa pútrida cloaca. Y se aterriza poco a poco con la mentira mil veces repetida, con la mentira sobre diferencias humanas que nunca existieron, con el engaño, con la ocultación de la realidad.

Cómo se llega a la lata de gasolina, a arrasar la humilde mezquita, y cómo se llega al odio y al miedo. Y El Ejido, y el Sur que somos todos, puso esta semana la imagen de ese cómo ante el espejo. Los Andris andorranos de El Ejido no tienen la nariz aguileña ni se dedican a la usura. Los Andris de El Ejido llegaron del Sur de más abajo; siempre un mismo Sur con minorías perseguidas y pueblos exiliados en desérticas tiendas de campaña. Llegaron, pues, de cualquier forma, y se les trató de cualquier forma, y ganaban con su sudor cualquier cosa. Y por eso llegó también un día el humo de los neumáticos y las dioxinas de un plático inmundo y apestoso de explotación y olvido. Durante casi dos décadas se fueron incubando los huevos de la serpiente, que siempre existen como en la Andorra de Frisch. Pero se ocultaban. Pero se silenciaban. Pero se miraba hacia otro lado.

Ahora, el gobierno andaluz de Chaves y el gobierno de Madrid de Aznar gastan centenares de millones en viviendas dignas y otras medidas sociales: un poco tarde porque el fósforo levantó el miedo, el insomnio y la llama xenófoba. Ya se han regado las semillas del odio, sin necesidad del agua del Tajo. Qué pena. El muecín acaba el recitado con la primera sura del Corán. El musulmán valenciano que llegó del Sur al Sur apaga el transitor, se despide y desaparece por donde los naranjos.

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