Noche de cristales rotos SANTOS JULIÁ
De todos los europeos, España podía alardear hasta ayer mismo de ser el país más tolerante, el más alejado del peligro del racismo y la xenofobia; un país que por haber sido gobernado durante 40 años por una derecha sucesivamente fascista, católica y autoritaria parecía vacunado contra la erupción de una derecha extrema. Tan confianzudos nos sentíamos que hasta patentamos una nueva cuadratura del círculo: presumir de un voluminoso centro sin poder dibujar en el mapa ni siquiera una escuálida derecha. La misma palabra, derecha, de la que tan orgullosos se sentían los papás y las mamás de los actuales gobernantes, cayó en el olvido, connotada de oprobio e ignominia: nadie es de derechas en España, mucho menos de las extremas.Lo ocurrido con la derecha en la política es un trasunto de la complaciente imagen que la sociedad cultivaba de sí misma. Nadie entre nosotros es partidario de la segregación y la discriminación por motivos de raza o de nación. De forma consistente, encuesta tras encuesta, cuando se nos pregunta a quién no nos gustaría tener como vecino, sólo dos de cada 100 señala a trabajadores inmigrantes o a gentes de otra raza, que ocupan los últimos lugares de una lista del rechazo encabezada por nazis y cabezas rapadas. Todo muy tranquilizador: ni extrema derecha en la política ni sentimientos racistas o xenófobos en la sociedad.
Y, de pronto, el espejo en que tan complacientemente nos mirábamos se ha hecho añicos. ¿Una kristalnacht, una noche de cristales rotos en El Ejido? Pues sí, algo parecido: gentes armadas con barras de hierro vandalizando tiendas y bares de ciudadanos a los que sólo una característica les diferencia: ser moros. Más grave aún: mismo gesto de la multitud de espectadores, que no castiga pero a la que sabe a poco el castigo y jalea a los verdugos. Y todavía peor: misma connivencia de las fuerzas de seguridad que, si se cree al secretario general del Sindicato Profesional de la Policía Uniformada, habían recibido "órdenes terminantes" de no intervenir. Sólo falta una cosa: el líder capaz de dar forma a todo eso y movilizar a la ristra de pueblos rodeados por una masa de inmigrantes.
Ahí radica el problema. En los comienzos de la revolución industrial, una mano de obra barata se asentó silenciosa y miserablemente en los suburbios de las ciudades. Salarios de hambre, viviendas infrahumanas, sólo merecieron la atención de filántropos que pidieron intervenciones del Estado ante la gestación de lo que pronto se conoció como la clase más peligrosa. Pero los honrados burgueses y artesanos no los vieron, no quisieron saber nada del cinturón de miseria que cercaba sus florecientes ciudades. Cuando aquellos miserables comenzaron a protestar creyeron poder derrotarlos importando a otros todavía más desgraciados. Marx los llamó ejército industrial de reserva: nadie sabía cuántos eran, pero todos confiaban en que por ser muchos podrían mantener a raya los demás, envilecidos sus salarios, hacinados en sus guetos.
Lo que ha ocurrido en El Ejido recuerda por más de un motivo esa negra página de la expansión del capitalismo industrial. El ministro de Exteriores identifica lo real con lo legal y dice que los ilegales no existen; el INE ni siquiera detecta su presencia en las encuestas de población activa; los sindicatos sólo ahora despiertan de su burocrático sopor; la cascada de autoridades estatales, autonómicas y municipales reconocen que no han movido un dedo por integrar a nadie; los agricultores llaman a lituanos y rumanos a romper la huelga. Y al resto no nos queda más remedio que mirarnos en otro espejo: no había extrema derecha, no éramos racistas ni xenófobos hasta que en las afueras de nuestras prósperas ciudades hemos descubierto acampado en la miseria ese ejército industrial de reserva que forman hoy los trabajadores africanos. Si todo sigue como está, habremos incubado el huevo de la serpiente y perderemos la cuenta de las kristalnacht que nos esperan.
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