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Haider y Hitler

El paralelo es inevitable: hasta los nombres se parecen. Además, Hitler también era austriaco. El rechazo que produce en todo el mundo la entrada de la extrema derecha en el Gobierno de Austria se debe al recuerdo de los demonios que se desencadenaron tras asumir Hitler la cancillería (jefatura de Gobierno) alemana, en enero de 1933. Fue lo más parecido al apocalipsis. ¿Puede suceder lo mismo ahora? Nadie lo cree, y con fundamento: como ha señalado el nuevo primer ministro austriaco y reciente aliado de Haider, el cristianodemócrata Wolfgang Schüssel, Austria no es Alemania: aunque muy próspero, Austria es país pequeño. Su peso en la Europa de hoy es infinitamente menor que el de Alemania, hoy y en 1933. En segundo lugar, el Partido Liberal austriaco, por extremista y ofensivo que sea, no es el partido nazi, en cuyo programa figuraban el antisemitismo y la agresión internacional. En tercer lugar, Haider, aunque haya sido filonazi (y quizá siga siéndolo en su fuero interno), es un político oportunista dispuesto a sacrificar sus escasos principios en aras del poder. Hitler se negó repetidamente a formar parte de un Gobierno sin ser canciller, mientras que Haider está dispuesto, a las primeras de cambio, a sostener con sus votos a un Gobierno en el que ni siquiera figura. El propio Simón Wiesenthal, director del Centro de Documentación Judía de Viena y famoso perseguidor de nazis, ha hecho manifestaciones en las que quita importancia al ascenso político de Haider. Y en cuarto lugar, pero infinitamente más importante, la situación europea y mundial de hoy no se parece en nada a la de entonces.La Europa de los años treinta era un auténtico polvorín, en plena depresión económica, con Mussolini asentado en el poder en Italia por más de una década, con Salazar en Portugal, Horty y Gömbös en Hungría, la Guardia de Hierro de Codreanu a las puertas del poder en Rumania, Pilsudsky en Polonia y movimientos de carácter fascista en los países de mayor tradición democrática, como Inglaterra o Francia, mientras en la republicana España acababa de tener lugar la rebelión del general Sanjurjo. Al Este, la Rusia de Stalin auguraba diariamente el fin del capitalismo y anunciaba la inminencia de la revolución mundial, al tiempo que construía con la mayor celeridad posible una impresionante industria de armamento y un pavoroso arsenal. Para este polvorín, los nazis fueron la mecha; pero es indudable que en circunstancias más normales ni los nazis hubieran llegado al poder ni, de haberlo hecho, hubieran podido provocar la explosión que provocaron.

El problema, en realidad, no fue que los nazis llegaran al poder, sino las causas de esa llegada. Y lo que vale la pena analizar en el presente son las causas de ese ascenso de la extrema derecha en Austria. La caótica situación de 1933 se debió a una serie de errores (incomprensión de la naturaleza de la Gran Depresión, revanchismo de los aliados tras la Primera Guerra Mundial, resentimiento alemán tras la derrota, a lo que se añadía un racismo y un recelo antidemocrático muy extendidos en Alemania, pero no sólo allí, torpísima política internacional en la paz de París, etcétera) de los que afortunadamente tomaron buena nota las generaciones posteriores.

Pero hoy ¿a qué se deben las periódicas subidas de los sufragios de los partidos de extrema derecha en Europa? Haider es el más reciente y exitoso ejemplar, pero Le Pen, los republicanos alemanes y los misinos italianos son antecedentes señalados. Hay que tener en cuenta que tanto Hitler como Haider ascendieron gracias a los votos de sus seguidores, como fue el caso de los otros extremistas en Francia, Alemania e Italia. La pregunta es: ¿por qué en la Europa de hoy millones de electores apoyan a partidos tan repugnantes? La respuesta es clara: se trata, en gran parte, del voto de protesta. Se trata de personas que ven amenazados sus puestos de trabajo por los extranjeros, que se rebelan contra el clientelismo político tan característico de los Gobiernos de la tradicional coalición austriaca de socialistas y democristanos, que se sienten euroescépticos. Unas razones serán más legítimas que otras, pero todas son de las que empujan a los seres humanos a votar.

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La democracia no está exenta de problemas, y los problemas que han permitido el éxito de Haider son de los que requieren estudio y solución. Las fulminaciones de Bruselas habrán dejado muy satisfechos a sus autores, pero no contribuirán a resolver la cuestión, sino más bien al contrario: por lo común, este tipo de presiones reafirma a los euroescépticos y provoca el escepticismo de los europeístas tibios. ¿No sería más conveniente que las autoridades europeas, en lugar de dar lecciones de moralidad democrática, se plantearan por qué, según los informes de sus propios expertos, la Unión Europea, con cerca de quince millones de parados, necesita importar más de un millón de trabajadores anualmente? ¿O por qué tiene una tasa tan mediocre de crecimiento económico y tan alta de presión fiscal? ¿O por qué el flamante euro ha perdido el 20% de su valor en el primer año de andadura? ¿O por qué sus mercados agrícolas se ven continuamente agitados por guerras internas enfrentando a los productores de carnes, de pescado, de fruta, de vino, de verduras y de tantos otros productos? La respuesta a estas y otras preguntas y la solución a los problemas que subyacen serían la mejor manera de marginar a los Haider (y, por supuesto, a los Hitler) de la política europea. Las condenas altisonantes más bien traslucen pasividad e impotencia. Y será más popular con los votantes la eficacia política que lo "políticamente correcto".

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá y presidente de la Asociación de Historia Económica.

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