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El Ejido o el fracaso de una política

La expresión de irracionalidad y brutalidad que desde el domingo pasado estamos observando en la región almeriense de El Ejido nos pone cruelmente en evidencia la multitud de deficiencias y fracasos de los que adolece nuestra política de inmigración en su vertiente humana. Porque, además de llegar una mano de obra barata, llegan personas con sueños, aspiraciones y derecho a vivir con dignidad. Son jóvenes marroquíes y argelinos para los que España es una alternativa, lo que significa, sin duda, una vida dura y de trabajo intensivo, pero sin que ello signifique sustraerles su dignidad y respeto. Sin embargo, lo ocurrido estos días nos coloca ante la desoladora constatación de que el gran desarrollo económico alcanzado en algunas regiones españolas, y desde luego en el caso de esta región almeriense, que actualmente cuenta con una de las rentas per cápita más altas del sur de España, se ha levantado al margen de los valores ciudadanos morales y éticos que se consideran propios de toda sociedad moderna. Es más, dan escalofríos las reminiscencias ku-klux-klánicas de los métodos utilizados contra la población magrebí residente en la zona, sometida mayoritariamente a la exclusión y a la sobrexplotación y dominada por intensos sentimientos de frustración y humillación.El desgraciado e indignante asesinato de la joven de El Ejido, con cuyo desconsuelo familiar todos nos solidarizamos, fue la obra de un perturbado mental cuyos actos nada tenían que ver con su origen magrebí e inmigrante, y en consecuencia, la explosión de odio que desencadenó es ante todo el síntoma de la enorme fractura social que desde hace mucho tiempo vive la zona ante la ignorancia cómplice de las autoridades e instituciones locales, y un claro índice del fracaso de la política de inmigración en su dimensión de integración social. No es posible mantener una situación en la que actores del desarrollo de la región como son los inmigrantes tengan sólo un papel instrumental al margen de las ventajas sociales y económicas que de dicho desarrollo se desprenden. Como tampoco hay equilibrio social que resista el hecho de que esta región tenga el mayor porcentaje de inmigrantes magrebíes de todo el sur español a la vez que es donde menos integrados y aceptados están. Éstas son las causas profundas del estallido violento, y por ello quizás tampoco deberíamos dejarnos llevar por los símiles fáciles y alarmistas en torno al fenómeno Haider que tratan de igualar situaciones históricas, nacionales y políticas muy diferentes que, hoy por hoy, no son felizmente las españolas.

La pasividad policial ante las manifestaciones de una barbarie claramente basada en el aberrante principio de castigo colectivo contra toda una comunidad de ciudadanos nos indica también las enormes deficiencias que aún padece nuestro sistema a la hora de garantizar el derecho a la defensa que, sin diferencias de origen, deben tener todos los habitantes del país. Y la caza de brujas contra "el moro" que tiene lugar estos días nos está indicando cómo pervive el ancestral imaginario negativo hacia lo árabe y musulmán en nuestro país y hasta qué punto es necesario transmitir una imagen de la emigración distinta a la hasta ahora dominante.

Si la cuestión de la inmigración es percibida sobre todo como problema y conflicto, es porque la información y el interés sobre la misma la monopolizan tanto aquellos aspectos que, en efecto, son problemáticos -como la cuestión de las pateras o de los "sin papeles"- como los sucesos de delitos comunes o situaciones de machismo o predominio masculino protagonizados por inmigrantes en los que lo noticioso parece más su condición de marroquí, norteafricano o musulmán que el delito en sí, comparable a multitud de otros que ocurren y se cometen diariamente por nacionales. Sin ir más lejos, tenemos un ejemplo que concierne de pleno a la situación actual: la presentación mediática de la noticia del asesinato de la joven Encarnación López no fue como la del acto de un perturbado, al igual que la tragedia paralela vivida en Valencia, sino como la del acto de "un inmigrante", lo cual transmite implícitamente la criminalización de todo un colectivo.

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La tendencia demasiado rápida a identificar "irregulares" con delincuencia, como se está aireando estos días, es, asímismo, extremadamente irresponsable y además, falsa. Nadie duda de que en efecto se trata de un colectivo vulnerable e inestable cuya supervivencia puede orientarse en algunos casos hacia acciones delictivas, pero las estadísticas muestran que no es ésa la dinámica dominante. Por ello, es demagógico afirmar que la violencia se genera por los altísimos porcentajes de inmigración ilegal como hemos podido leer estos días, o que los problemas proceden de un flujo masivo de inmigrantes, dando a entender que es algo incontrolado que nos amenaza. Todo indica que manifestaciones en este sentido buscan irresponsablemente arrimar el ascua a la sardina de quienes se oponen a la nueva Ley de Extranjería recurriendo a la amalgama y a la confusión y sustituyendo el análisis sereno y conciliador por el interés partidista.

Frente a esto brilla por su ausencia el enfoque de la inmigración como un actor del desarrollo económico y social de nuestro país y como un sector necesario en nuestra sociedad y que forma parte de la España posfranquista, democrática, moderna y desarrollada. Los inmigrantes, en su mayoría marroquíes, deben ser percibidos como lo que son, un factor de desarrollo recíproco entre España y Marruecos, y deben ser mejor conocidos en su dimensión social y humana. No se trata sólo de saber cuántos son, dónde están, en qué ramo sectorial trabajan y si su situación es legal o ilegal, hay que poner en práctica campañas extensivas de sensibilización e información que rompan esa imagen monolítica y abstracta de "inmigrantes" para dar a conocer su realidad concreta, sociológica, religiosa y personal: qué significa para ellos pasar el Estrecho, cuál es su imaginario con respecto al país al que se dirigen, qué representan y qué imagen tienen en su país de origen, cuáles son los elementos sustantivos de su identidad y sus referencias culturales y cómo se insertan en la del país de origen.

Finalmente, y unido a todo esto, no se nos debe escapar tampoco la influencia del sustrato compuesto por los prejuicios culturales hacia "el moro" (que es el árabe y musulmán), que siguen arraigados en nuestro país y que emergen en nuestra relación con los inmigrantes magrebíes. Decir "moro" es hablar de un desencuentro cultural que, además de provenir del imaginario histórico que nos han dejado los escarceos con los piratas de berbería, las guerras de África o la inseguridad colectiva que nos genera tener ocho siglos de identidad árabe y musulmana a nuestras espaldas, procede también de una recurrente e incluso machacona percepción de los acontecimientos actuales en clave antimusulmana, realimentando así los estereotipos negativos tradicionales.

Desde que a principios de los años noventa se comenzó a elaborar la teoría del choque de civilizaciones, la utilización de la diferencia cultural como factor de desentendimiento político con Occidente se ha incrementado de manera alarmante. Y esa diferencia cultural la representa principalmente el "hecho islámico" en todas sus dimensiones, de manera que la clave islámica o musulmana centra la noticia e incluso la explica per se. Para qué buscar explicaciones sociopolíticas si ya está ahí el islam para explicarlo todo por sí mismo. El abuso sistemático de una terminología que criminaliza colectivamente a millones de musulmanes en torno al "extremismo islámico", "el terrorismo islámico", y que además se aplica a realidades tan diferentes y con causas y efectos más relacionados con cuestiones de índole política y nacionalista que con el islam, como en Chechenia, Cachemira o Argelia, tiende a crear la fuerte percepción de que existe una especie de homo islamicus específico desgajado antropológicamente del resto de la humanidad. Y con ello no sólo nos estamos enajenando una parte sustantiva del planeta, sino que también se contribuye a pervertir la percepción de los musulmanes que viven con nosotros en Europa y que incluso, muchos, son ya de Europa.

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid.

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