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Estelas de luz y paisajes

JOSU BILBAO FULLAONDO

Desde la calma de su caserío en Berango, Mikel Escauriaza (Bilbao, 1969) prepara un mural para el Ayuntamiento de Sopelana y termina una serie de fotografías que esperan una próxima exposición. Son de gran formato (60x90 y 120x80 centímetros). El cibachrome donde están plasmadas realza los tonos de unas estelas en color que tapizan la superficie del cuadro de manera abstracta. El conjunto resulta enigmático y provoca un impacto visual envolvente. Recuerda el revoltijo de hilos policromados en el costurero de una bordadora. Hilos de oro, de sangre y del azul del mar que según se entrelazan hacen surgir las más curiosas figuras. Una danza intergaláctica de rayos láser. Un panorama misterioso cargado de un halo poético que flota en el ambiente.

Escauriaza forma parte de una generación de jóvenes artistas que han salido de las aulas de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco. Es un hombre que lleva en lo más hondo de sus sentimientos el impulso creativo. Se especializó en pintura y procesos de fotografía y audiovisuales. No contento, hizo un master en arte contemporáneo. Compagina distintas disciplinas, pero últimamente parece decantarse de manera especial hacia la fórmula fotográfica. Fue en el verano de segundo de carrera cuando palpó holgadamente este territorio. Una colaboración en un periódico local le abrió perspectivas hasta entonces no descubiertas. Siguiendo ese camino llegaron exposiciones, montajes multimedia, una colectiva en Basilea (Suiza), una estancia en Nueva York. Después de todo, no puede olvidar a su profesor Patxi Cobo que le supo trasvasar un interés apasionado por la cámara oscura. Así, su herramienta de referencia es una vieja Leica que antes que él naciese, en los años 50, llevó a su casa un tío abuelo marino.

El interés por su trabajo le lleva a experimentar e investigar de manera constante. Busca una sistematización armoniosa que ayude a plasmar mejor sus emociones. De esta manera, se mueve por dos caminos. Uno de ellos es el de las piruetas de color en el espacio. Un mundo abierto a la imaginación. Donde los puntos de luz se convierten en lápices de color y dibujan las más atrevidas fantasías. Formas geométricas inconcebibles, sacadas de la espontaneidad de las tomas. Cosecha desprendida de unas lentes que se mueven en libertad; revueltas en vertiginosos tirabuzones para contar lo más insólito. Al movimiento de los etéreos componentes se añade el que imprime el autor a su cámara de manera intencionada. No es fácil encontrar parentesco con su forma de hacer. Podría entenderse próxima a ciertos matices del británico John Hilliard, pero debemos conformarnos con encuadrarla en un neovanguardismo experimental. Una escritura movida por el impulso de una brisa que llega del subconsciente. Como un sueño en el que se confrontan innumerables tentáculos de color, estimulantes serpentinas festivas, que navegan sobre un fondo negro de profundidad inalcanzable.

La otra trayectoria se encarrila por el sendero de la figuración y el blanco y negro. Se trata de paisajes. Cuando son campestres, los presenta en negativo sobre papel virado al selenio. Este efecto de radiografia rompe la lógica de la visión. Provoca un velo fantástico, una multiplicación de las sugerencias, camino de una fábula esotérica. Cuando las escenas están tomadas en el ámbito urbano procura excluir de ellas la presencia del elemento humano. Son dípticos que pretenden erradicar (deconstruir) el paradigma de la fotografía tradicional: la del instante decisivo. Cada una de las piezas tiene entidad propia, parecen desprenderse de vestigios subjetivos y cargas emocionales. Unidas van adquiriendo sentido y un cierto grado de armonía. Una contextualiza a la otra dejando puerta abierta a la conjetura. Dos puntos de vista alejados en el espacio, incluso contrapuestos, ensamblados por el artista construyen un nuevo territorio no exento de cierto desasosiego y sabor agridulce.

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