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Nacionalistas en su sitio

¡Vaya susto! ¡Menudo escalofrío recorrió, durante las primeras semanas del pasado mes de enero, la espina dorsal ideológica de cierto progresismo carpetovetónico! Me refiero a esos días en los que Pasqual Maragall andaba lanzado por las Españas predicando no sólo un federalismo potencialmente metarretórico, sino sobre todo las bondades de un futuro pacto de gobierno entre el PSOE y los nacionalismos periféricos, y hasta parecía que Joaquín Almunia daba pábulo a semejantes planteamientos. ¡Qué horror!Claro que, desde las propias filas del partido socialista, altas y diligentes voces se apresuraron a echar agua en el vino de los entusiasmos maragallianos y a menospreciar la llamada fórmula "a la balear". Así, mientras en Barcelona aparecía el tío Pepe (Borrell) con la rebaja, y en Mérida Rodríguez Ibarra reiteraba su consabido rechazo a los pactos con las minorías nacionalistas, el presidente andaluz, Manuel Chaves, abría un paréntesis en su habitual circunspección para declarar: "A mí esa propuesta que ha hecho Maragall me parece un guirigay, es como juntar churras con merinas, no tiene sentido alguno" (EL PAÍS, 23 de enero de 2000).

Pero a algunos no les bastaba con el revolcón partidario. No, porque, al margen de cuál pueda ser su virtualidad política -y eso no se sabrá con certeza hasta las noche del 12 de marzo-, lo peor de la fórmula de Maragall es que legitima a los nacionalismos vasco, gallego, catalán o canario como socios deseables de una mayoría de progreso capaz de gobernar España, no como simple muleta de circunstancias al modo de 1993-96. Y si Pasqual Maragall, el carismático alcalde de los Juegos Olímpicos, el casi vencedor de Pujol, defiende acuerdos de legislatura con grupos nacionalistas, entonces muchos ciudadanos que le profesan simpatía o admiración a lo ancho de la piel de toro pueden empezar a pensar que tal vez esos nacionalismos no sean tan intrínsecamente nefastos como sostiene el discurso hegemónico.

Justo contra esta horripilante hipótesis arremetía el pasado domingo, en las páginas de EL PAÍS, el artículo La izquierda cuca, escrito por don Fernando Savater desde la plenitud de sus prejuicios y habiéndose municionado, además, con sesudas citas de Carl Schmitt y de Jürgen Habermas. Aun sin señalar a nadie, el filósofo tenía, sin duda, en mente a Maragall, quizás a Almunia cuando expresó su preocupación, su alarma ante "el acercamiento preelectoral de cierta izquierda moderada a partidos y hasta grupúsculos nacionalistas para formar un frente común contra el PP", y también cuando advirtió, severo, que el fin no justifica los medios, es decir, que "no por mera crítica antigubernamental debería dejar ninguna persona de izquierdas de seguir teniendo claro el fondo profundamente reaccionario de cualquier nacionalismo" (el subrayado es suyo). Lástima que el asunto de los nacionalismos sea, chez Savater, semejante a la igualdad en Animal Farm, de George Orwell; así como en aquella granja alegórica todos los animales eran iguales, aunque algunos resultaban más iguales que otros, para Savater la congénita regresividad y carcundia de todos los nacionalismos se resume y ejemplifica siempre en los mismos y únicos casos: el vasco, por descontado, y el catalán, al que aplica con singular ligereza la etiqueta de "nacionalismo étnico" (¿?) y sobre cuya política de inmersión lingüística en las escuelas escribe que "lo que se está haciendo es cambiar de signo el abuso liberticida de la dictadura". ¿Recuerdan aquella célebre portada de Abc de septiembre de 1993, Igual que Franco, pero al revés? Pues, siete años más tarde, ahí parece haberse quedado el "izquierdista" don Fernando.

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De cualquier modo, todos aquellos que, a la manera de Savater, lloran aún por el fracaso de la ministra Esperanza Aguirre en el intento de homogeneizar la enseñanza de las humanidades e ironizan sobre esas "culturetas" a las que no ampara un Estado propio, todos los que temen o sufren como un agravio el hecho de que el gobierno de España dependa de unos votos nacionalistas que se reclaman de otra nación distinta, todos ellos están ya de enhorabuena. Las negociaciones entre el PSOE e Izquierda Unida, al margen de su resultado concreto, les han tranquilizado y complacido. ¿Por lo que pudieran prometer de inflexión económica o de giro social en un hipotético Gobierno Almunia-Frutos? No, en absoluto. El acercamiento PSOE-IU les gusta porque se trata de dos formaciones de ámbito estatal, implantadas desde Cádiz a Girona, desde A Coruña a Murcia y, por tanto, plenamente españolas incluso si una de ellas -Izquierda Unida- se permite algunas veleidades programáticas a cuenta del derecho de autodeterminación.

Dentro de Cataluña podemos discutir cuanto queramos a propósito de si, durante las dos últimas legislaturas de las Cortes Generales, Pujol ha sido el poder en la sombra o un simple comparsa, de si los réditos que ha obtenido son pingües o irrisorios. El hecho cierto es que el Madrid del establishment lo lleva muy mal, como una maldición o -cito una columna reciente de mi estimado colega Santos Juliá en este mismo diario -como "esa nube de fatalismo imperante desde 1993", según la cual, a falta de un partido estatal con mayoría absoluta, "es preciso gobernar apoyándose en los votos nacionalistas". Pues bien, la confluencia entre IU y PSOE ofrece a todos cuantos reputan tal situación como insufrible una doble esperanza, que recojo otra vez de la pluma del profesor Julià: por un lado, sepultar "la disparatada fórmula de Maragall"; por otro, y con un poco de suerte, conseguir "que los nacionalistas vuelvan a su sitio".

Es, no cabe duda, todo un programa. Pero, puesto que quienes lo sostienen son espíritus sutiles y reflexivos, me permitirán tal vez que les plantee una pregunta: si las tesis de Maragall son un disparate, y en cuanto a los nacionalistas lo deseable es que vuelvan a su sitio, a su rincón, que saquen de una vez sus codiciosas manos de los aledaños del Gobierno central, ¿sobre qué bases mayoritarias cuentan sostener, para los próximos diez o veinte años, la articulación política -política, no meramente legal- entre Cataluña y el resto del Estado?

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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