La isla del tesoro
JAVIER MINA
Resulta descacharrante, por no decir hiriente, que algunos tengan como el 007 licencia para repetirse. No sólo no varían un ápice su discurso sino que encima lo lanzan por infinituplicado, de manera que no parece sino que arman foros, comisiones y portavocerías únicamente para conseguir un efecto multiplicador y anestesiante, todo ello, sin mostrarse accesibles, faltaría lo más plus, no diré ya a la argumentación del contrario, sino a los humildes avisos del sentido común. Con el agravante de que si uno insiste en consideraciones del pelo que aquí va se convierte en el pelma de la partida. Pero, ¿es admisible tolerar que si detienen a unos individuos con las manos en la masa del proceso haya todo un cabildo de junteros que se rasgue las vestiduras por considerar que se está injiriendo en el proceso cuando hasta una neurona de sanguijuela incrustada en un chip de silicio sabe que un proceso está hecho y sólo puede estar hecho de injerencias?
Cabría seguir citando una retahila de atropellos y desafíos incluso a una ley tan universal como la de la gravedad, pero echa-ré el freno porque antes me tiro de la columna que contribuir al general bostezo. Y ya que he mencionado la ley de la gravedad, les diré que el folletinista Gustave Le Rouge cuenta cómo un individuo viajó a Marte subido a un artefacto propulsado por la sola energía mental de unos cientos de brahamanes concen-trados en el vehículo. Pues bien, si a las meras ondas cerebrales -que no a la razón- les uniéramos la saliva, los argumentos capciosos, las alucinaciones de los más iluminados (por no decir de todos) y alguna tonelada que otra de dinamita, a lo mejor se podía conseguir desgajar, si no toda, al menos la parte más mollar de Euskadi para que así, convertida en isla propia, le fuera posible navegar hasta pegarse con total independencia al continente que más le cuadrara. Lo malo es que esto ya lo pensó el nobel Saramago para la península ibérica, que llevaría un buen rato navegando a su aire como una balsa, con lo que no sé yo si tal como sucede en los naufragios no acabaría la isla grande arrastrando consigo a la pequeña.
Lo cierto es que, salvado ese escollo, ni los más escrupulosos podrían ponerle pegas al procedimiento, pues según la tradición -y Dios sabe qué importancia tiene la tradición en estos círculos que nos obligan a dar tantas vueltas- ocurrió algo parecido en Irlanda. Allá por el siglo VI San Barandán (no Barandiarán), descontento con su propia tierra -¡para que veamos!-, decidió partir hacia otra más de promisión o paraíso y se embarcó con unos alegres muchachotes, frai-les como él. Dice la crónica que "arribaron a aquella tierra, pero como en algunos lugares había escasa profundidad, y en otros grandes rocas, fueron a una isla, que creyeron segura e hicieron fuego para cocinar la cena pero san Barandán no se movió del navío. Y en cuanto el fuego estaba caliente, y la carne a punto de asarse, esta isla empezó a moverse y los monjes se asustaron y huyeron al barco". Entonces San Barandán -qué listo por olérselo todo y qué cauto no bajando del buque: se diría casi un líder actual- les reconfortó asegurán-doles que estaban encima de una ballena llamada Jasconye que trata día y noche de morderse la cola, cosa que nunca consigue por tener el cuerpo demasiado largo.
¿Puede darse mejor descripción del caso irlandés que busca el paraíso y acaba dándose de narices con una pescadilla que intenta morderse la cola sin encima conseguirlo del todo a causa del tamaño del propio engendro? Es lo que tienen las islas, uno cree que flotan debido a su pura perfección y va y lo hacen porque son ballenas. Pero eso no quita que todas tengan su tesoro, unas veces en forma de Jonás y otras de imposible, como la ballena blanca Moby Dick que, pese a encerrar en sus entrañas el mal se convirtió en la obsesión del capitán Achab, lo que unido a otras riquezas como el aceite que codiciaban nuestros propios marineros nos lleva a concluir que tenemos quimera para rato. Lo dijo un navegante del siglo XVIII: "El soplo de las ballenas suele ir acompañado de un hedor tan insoportable que puede volver loco a un hombre".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.