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La madrastra de Blancanieves

Se diría que de un tiempo a esta parte, Occidente ha empezado a instalarse en la autocomplacencia. Da la impresión de ser un conjunto de países ricos egoístas, convencidos de su superioridad e inclinados a aprovecharse de ella. Parecen, además, seguros de que su forma de vida es la mejor y propensos a imponérsela a otros. No es la primera vez en la historia que Occidente se comporta así y, conviene recordarlo, cada vez que antes lo hizo terminó avergonzándose no menos que beneficiándose de ello. ¿Volverá a repetirse la historia? No necesariamente. Sin embargo, hay motivos para temerlo.David Landes, en su libro The Wealth and Poverty of Nations formula una ley, así la llama, que, a su juicio, rige las relaciones políticas y sociales. Dice Landes: "Tres factores que no pueden coexistir: 1) una acusada disparidad de poder, 2) el acceso privado a los instrumentos de poder y 3) la igualdad de los grupos y de las naciones. Donde un grupo tiene la fuerza suficiente para hacer retroceder a otro y mantenerse en el terreno ganado, así lo hará. Incluso si el Estado se abstiene de agredir, los empresarios y los individuos no esperarán su permiso. Antes bien, actuarán en su propio interés arrastrando a otros, incluido el Estado". Después añade: "Ésta es la causa por la que el imperialismo (la dominación de un grupo por otro) siempre ha estado con nosotros". No doy por hecho que esto sea una ley, pero tampoco me parece una aseveración a tirar en saco roto.

Es evidente que en el mundo de hoy existe una acusada disparidad de poder y que Occidente es el más poderoso. También es un hecho que en Occidente está aumentado marcadamente el acceso privado a los instrumentos de poder. ¿Está abocado Occidente a tratar de ejercer su dominio sobre otros grupos de naciones más débiles? O, por decirlo con un referente histórico, ¿estamos entrando en una nueva era de los imperialismos? Es cierto que el término "imperialismo" está políticamente desgastado y que no vivimos en los tiempos de la guerra del Vietnam. Pero, por más que entonces se reiterara, esa guerra no marcó el ascenso de ningún imperialismo, sino el final de la anterior era de los iniperialismos, la que comenzó en 1870. Aunque al comienzo de 2000 no se habla de imperialismo, me pregunto si, haciendo buena la ley de Landes, los países occidentales están de nuevo tentados por la pretensión de dominar un buen pedazo del mundo.

Tres cosas se requieren para poner en marcha un proyecto de dominio. La primera es fuerza. No porque para dominar sea necesario empezar golpeando. No lo es, hay maneras más sutiles de hacerlo. Ahora bien, cuando el dominado se da cuenta de que lo está siendo, es inevitable que ofrezca una resistencia que sólo la fuerza puede inhibir o derrotar. Desde luego, Occidente cuenta con fuerza para eso; sin embargo, la fuerza no lleva necesariamente al intento de dominio. Hace falta algo más: codicia. La codicia es un afán excesivo de riquezas. Todo el mundo quiere riquezas, ¿por qué pensar que Occidente las quiere en exceso? Porque, siendo quien más las tiene, es también quien más las busca. En otros tiempos buscó el oro, las especies o el petróleo. La riqueza que hoy más codicia parece ser el control de algunos mercados, empezando por los financieros. Aun así, fuerza y codicia no bastan.

Para lanzarse a una aventura de dominio se requiere además un sentido de misión. La fuerza y la codicia mueven las voluntades de los poderosos y de los codiciosos, pero una aventura de dominio necesita, además, el concurso bienintencionado de quienes no son ni lo uno ni lo otro. Dominar a otros no es algo que estimule a la mayoría de las gentes occidentales. Dolorosos desengaños a lo largo de una larga historia, han dejado como poso un sentido de la equidad suficiente para impedirlo. El dominio debe vestirse con el ropaje de una misión más noble. La causa del Dios verdadero, como en las Cruzadas o en la evangelización de América, o llevar la civilización a Asia, África y Oriente Próximo, son fórmulas gastadas. Lo del libre comercio siempre ha resultado polémico, desde Las Casas en el siglo XVI hasta la última reunión de la OMC en Seattle. ¿Entonces? La respuesta puede estar en combatir la violación de los derechos humanos. ¿Puede haber misión más noble?

Ciertamente lo es. El problema es que también es una misión muy fácil de manipular. La universalidad de los derechos humanos es una nueva religión (revelada y no probada, como todas) construida en torno a un núcleo ético capaz de movilizar las voluntades más nobles de Occidente. Por eso mismo, es también un poderoso instrumento en manos de los Gobiernos occidentales para presionar a otros Gobiernos en favor de intereses no siempre tan éticos. A veces esa religión consigue poner coto a la fuerza y a la codicia, pero otras veces son la codicia y la fuerza quienes se aprovechan de ella para camuflar sus fines. ¡Delicado! Si quieren un consejo práctico, como en todas las religiones, aprecien a los fieles y no se fíen de la iglesia.

Así pues, Occidente cuenta hoy con fuerza, codicia y misión, los ingredientes de las aventuras imperiales. ¿Volverá a intentarlo? ¿Lo evitará la razón? La razón es el faro de Occidente. Cierto, pero la historia muestra que la luz de ese faro se mezcla fácilmente con los destellos de la ambición y con las tinieblas de la crueldad. La razón es la facultad más característicamente humana, lo que no le impide a veces resultar inhumana. Para evitar repetir viejos errores y horrores, a Occidente no le bastará con ser racional, tendrá, además, que ser razonable. Ser razonable exige razonar con otro, para ser racional basta razonar con uno mismo. La razón, por sí sola, tiende a revestir a la fuerza y a la codicia con el manto de la bondad. No porque la razón sea perversa, simplemente porque las luces de la razón viajan recto y la historia es retorcida. ¿Con qué iluminar los rincones donde la razón no alcanza? Puede hacerse con bondad y con maldad, ya que la razón nunca funciona con completa independencia de las emociones.

Se ha comprobado que la reducción forzada de las emociones perjudica a la racionalidad no menos que su exceso. Damasio dice que las emociones dirigen a la razón a los espacios donde puede operar con más eficiencia. La cuestión es qué emoción toma la iniciativa. Hay pocas emociones luminosas que nos abren al otro (la felicidad) y muchas más oscuras que nos hacen replegarnos (el miedo, el disgusto, la tristeza o la ira). Esas emociones las comparten todos los seres humanos, son universales. Pero los factores que las disparan no son universales, sino que están culturalmente condicionados. Puede ocurrir que una misma circunstancia suscite en unas personas emociones positivas y negativas en otras, empujando a la razón hacia ámbitos de decisión opuestos. Por eso, decidir bien requiere empatía, es decir, ponerse en el lugar del otro, dar tanto espacio a su sentir como a las razones propias. La autocomplacencia que Occidente experimenta estos días le impide actuar así. Sólo le permite apreciar sus propias razones. ¿Cuándo oyeron por ultima vez reconocer a un Gobierno occidental que había hecho algo mal?

Y no son sólo los Gobiernos. En las sociedades occidentales está desapareciendo la autocrítica. Occidente parece estar olvidando que nació de la capacidad de cuestionarse a sí mismo. Hoy, apenas duda. Como la madrastra de Blancanieves, Occidente se asoma al espejo de la verdad y repite: "Espejito, espejito que me ves, la más hermosa del mundo, dime, ¿quién es". Y cuando el espejo responde: "¡Oh reina, que la más hermosa sin duda eras; ahora, Blancanieves, mil veces os supera!", Occidente, como la madrastra, monta en cólera herido en su arrogancia. Sin embargo, lo bello del cuento es que la madrastra seguía siendo bella. Quiero decir que no hay que volverse antioccidental para decir que Occidente se equivoca. No hay que condenar la Iustración ni intentar hacerse confuciano, musulmán o hindú para ver el lado feo de lo occidental. Bastan unos ojos occidentales, siempre que no estén velados por la autocomplacencia.

Carlos Alonso Zaldívar es diplomático

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