La intimidad
El jueves informaban los periódicos sobre el espectáculo montado alrededor de la vida cotidiana de una joven encerrada en una casa de cristal, en una calle de Santiago de Chile. La atracción para los ciudadanos radicaba en comprobar qué hace un ser cualquiera en las jornadas de una existencia común. Los paseantes se agolpaban para seguir los actos de la mujer en la cocina o en la cama, mientras se duchaba o defecaba. La maravilla de la visión consistía en apresar las partículas de intimidad que sin cesar iba emitiendo esa persona. La fruición del suceso residía en poder asumir con el propio organismo lo que el otro organismo secretaba. Porque así como hay un placer voluptuoso, un placer del displacer, en escudriñar las vísceras, existe un deleite en resbalar por los pliegues de la privacidad ajena.Probablemente, no hay nada sustantivamente distinto entre la intimidad del vecino y la propia intimidad pero, también, no hay espectáculo más pornográfico que ése. En emisoras de televisión de Suecia, del Reino Unido, de Holanda o de Alemania, se han ensayado, en estos últimos meses, experiencias parecidas a la de la casa de cristal chilena, porque, en coincidencia con la máxima liberación sexual de nuestro tiempo, nunca ha existido mayor interés por la pornografía. Dentro y fuera de Internet, en las películas, en las revistas, en los videoclubes, en los televisores de todos los hoteles.
Propio de la pornografía es la iluminación de lo más recóndito, el primer plano de la mínima anfractuosidad. Propio de la pornografía es la exposición completa, sin frunces por descorrer ni rendijas por explorar. Pero la exposición de la intimidad a la mirada posee la misma condición de lo pornográfico. Y su efecto adicional: una vez que se ha barrido todo el campo, una vez que la pupila se ha colmado de lo explícito, la visión se anula y declina extenuada. La total visión de lo visible agota la excitación y el resultado es una ondulación de hartura donde se pierde el menor residuo de interés por el objeto. Esto es, sin duda, lo paradójico de la pornografía: tan profusa y tan básica; tan promiscua y tan simplificadora. Lo mismo que sucede a la valorada intimidad casera. Tan intrigante o protegida antes pero, al fin, tan vacua.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.