Las cajas de ahorros: un codiciado botín
El Fondo Monetario Internacional, en su informe sobre la economía española, ha sugerido la conveniencia de "privatizar" las cajas de ahorro. Ya con anterioridad algunos economistas se habían pronunciado favorablemente sobre la necesidad de abordar el cambio de titularidad de dichas instituciones, aduciendo razones de diversa índole tales como una mejor definición de los derechos de propiedad, dotarles de mayor capacidad para la captación de recursos, evitar su politización, facilitar las fusiones. Asimismo, recientemente, algunos medios de comunicación han recogido opiniones que demandan una cierta celeridad en los necesarios cambios legales que permitan modificar la propiedad de estas entidades.Para juzgar la conveniencia de la privatización de estas entidades centenarias debemos comenzar preguntándonos acerca de su eficiencia; es decir, de la capacidad que han mostrado para la adecuada canalización del ahorro hacia la inversión, que constituye la función esencial de las entidades financieras. Los diversos estudios disponibles concluyen que no hay diferencias significativas en el grado de eficiencia con el que operan las cajas y los bancos privados. Los análisis muestran disparidades dentro de cada grupo; es decir, hay bancos y cajas bien gestionados y otros no tan bien administrados, pero entre ambos tipos de entidades no se aprecian diferencias que obliguen a reflexionar sobre la oportunidad de modificar el marco institucional.
No obstante, si la probada eficiencia de las cajas de ahorro en relación a los bancos privados no fuese para algunos una razón suficiente para no alterar la titularidad, y alguien argumentase que en un sistema capitalista cuando los derechos de propiedad no están bien definidos acabarán surgiendo problemas de viabilidad empresarial, conviene que destaquemos otros dos aspectos que han caracterizado la trayectoria de las cajas de ahorros.
El primero es que las cajas de ahorros se han gestionado con mayor prudencia que los bancos. La gravísima crisis bancaria que sufrió la economía española entre 1978 y 1985, con un coste enorme para el conjunto de la sociedad, fue protagonizada por la banca privada, declarándose insolventes 58 de los 110 bancos existentes en 1977. A lo largo de la historia bancaria española lo habitual no ha sido privatizar, sino nacionalizar o intervenir aquellos bancos privados que, gestionados imprudentemente, ponían en peligro la estabilidad del conjunto del sistema financiero español.
El segundo aspecto a tener en cuenta es que las cajas de ahorros contribuyen decisivamente a mantener un marco competitivo en el sistema financiero español. Algunos afirmarán que, dada la libertad de establecimiento de los bancos europeos, la competencia está asegurada en el sector. Pero esto no es cierto, pues la experiencia ha demostrado que la competencia efectiva sólo opera cuando las entidades bancarias poseen una amplia red de oficinas y, por ahora, sólo las cajas de ahorro disponen de dicha red. Esto no debe interpretarse en el sentido de que las cajas sean modélicas en su actuación -pues cada día adoptan vicios más propios de otras empresas-, sino que por el mero hecho de existir como entidades independientes favorecen la competencia y con ello la eficiencia del conjunto del sistema financiero, colaborando a incrementar el bienestar del consumidor.
Los cambios reguladores adoptados en las dos últimas décadas, con la finalidad de fomentar la competencia en el sistema financiero español, han llevado a una completa equiparación de bancos y cajas, con la única diferencia de que unas empresas son propiedad privada y otras carecen de propietarios. No estoy seguro de que la plena equiparación haya sido un paso inteligente y espero que un día se corrija. En concreto, no comprendo las razones por las que a las cajas se les autoriza a adquirir participaciones en empresas privadas, cuando el legislador sabe que las graves crisis bancarias se debieron no sólo a préstamos imprudentes, sino frecuentemente a las responsabilidades financieras vinculadas a las empresas participadas. Pero los cambios legislativos han llevado a que en la actualidad las cajas posean cuantiosas participaciones en numerosas empresas y su voto sea decisivo en sus consejos de administración.
Por lo tanto, las cajas de ahorros son muy atractivas para cualquier grupo privado al menos por las siguientes razones: el enorme volumen de su negocio que casi las iguala con los bancos privados, su eficiente funcionamiento, la dura competencia que hacen al sector privado y el control empresarial que ejercen. Sin embargo, por su carácter fundacional, no están disponibles en el mercado para su compraventa.
La privatización plantea un primer problema: ¿Quién vende estas empresas? No olvidemos que las cajas no pertenecen al sector público ni al privado, carecen de propietario, son del conjunto de la sociedad, pero de ningún grupo particular y, por tanto, legalmente no se pueden vender. Para proceder a su privatización primero hay que asignarles propietario, o decidir legalmente el destino de los fondos que se obtengan con su venta. Los legisladores pueden, y deben, modificar las leyes de acuerdo con las circunstancias y las exigencias de la sociedad en cada momento, pero cuando no detectamos ninguna necesidad de alterar la titularidad, hacerlo significaría sencillamente enajenar a la colectividad unos valiosos activos en beneficio de algún grupo privado.
Si la propiedad se asignase a los gobiernos regionales y locales, buscando la complicidad de estas autoridades -siempre necesitadas de recursos financieros- se favorecería a algunos grupos en detrimento de otros e, incluso, si como van a hacer en Francia, los recursos de la venta se destinan a un fondo nacional que garantice las pensiones, no sería sino la simple apropiación de unos recursos colectivos por parte de unos pensionistas privilegiados.
Si la privatización no parece justificada y obliga a actuaciones jurídicas harto discutibles, ¿por qué una institución como el FMI, que se preocupa por el adecuado funcionamiento de las economías, hace unas propuestas contrarias a toda lógica económica y en concreto a todo lo que dicho organismo suele propugnar en aras a la eficiencia económica y la estabilidad financiera? Como el FMI hace públicos sus informes tras las pertinentes consultas con las autoridades económicas nacionales, es posible que en esas conversaciones se haya sugerido o pedido al organismo internacional que recoja propuestas políticamente arriesgadas.
Pero si ese fuese el caso, ¿qué motiva a las autoridades a "privatizar" las cajas de ahorro? Quizás una de las razones sea ese "nacionalismo financiero" del que hacen gala las autoridades españolas desde que nos hemos integrado en Europa. La obsesión por el tamaño de los bancos ha motivado las recientes fusiones bancarias, originando una elevada concentración bancaria, y a pesar de ello los bancos españoles no son grandes en términos mundiales y ni siquiera europeos. Pero si las cajas se privatizasen y entrasen en la órbita de los grandes bancos, como está ocurriendo en Italia, el panorama cambiaría. En España habría unos grupos bancarios de gran tamaño. Los beneficios de disponer de grandes grupos bancarios, sin embargo, son más que discutibles, especialmente por lo que respecta a las economías domésticas.
Más aún, la elevada concentración empresarial puede manifestarse en una reducción de la competencia, anulando así las ganancias que los consumidores reciben del ya mermado marco competitivo que impera en la actualidad. La maximización del beneficio puede llevar a los banqueros privados, como la experiencia histórica ha mostrado, a asumir riesgos excesivos poniendo en peligro la estabilidad del sistema financiero. Por eso llama la atención que, ante una propuesta carente de una sólida fundamentación económica, el Banco de España, responsable de la estabilidad financiera, no se haya pronunciado.
La privatización sería un triste final para las cajas de ahorro. La mayoría de las cajas de ahorro surgieron a finales del siglo XIX y principios del XX, promovidas por personalidades o instituciones locales, en algunas ocasiones y, en otras, por miembros de organizaciones católicas, para luchar contra la usura que sufrían los menesterosos y los pequeños agricultores en años de malas cosechas, cuando caían en manos de los prestamistas y banqueros privados. Poco a poco estas instituciones de crédito crecieron en número y se extendieron por todo el territorio nacional. Sus clientes procedían de los estratos sociales más pobres y necesitados, que se veían obligados a acudir a sus montes de piedad a empeñar sus escasos bienes para salir de sus males sin caer en las garras de los usureros.
Con el tiempo, la economía española prosperó y esos grupos sociales se convirtieron en una potente clase media, que mantuvo su fidelidad a las cajas de ahorro -de cuya mano se habían iniciado en las actividades bancarias y, por tanto, en la cultura financiera- porque eran las instituciones de crédito en las que confiaban y las que mejor se adaptaban a sus necesidades (créditos hipotecarios). Así, las cajas de ahorro se fueron convirtiendo en grandes empresas bancarias y, en la actualidad, captan casi la mitad de los recursos ajenos del sistema bancario, exceptuados los fondos de inversión. Como no tenían propietarios y eran sociedades sin ánimo de lucro, los legisladores decidieron, con buen criterio, que, en correspondencia con su espíritu, destinasen una parte importante de sus excedentes a la obra social.
Puesto que sus resultados procedían del esfuerzo colectivo, especialmente de las clases medias, era lógico que los crecientes, y hoy enormes, beneficios revertieran a la sociedad en forma de obra benéfico social (educación, sanidad, investigación, cultura, medio ambiente...). Por ello, resultaría gracioso que unas instituciones nacidas para huir de los usureros del siglo XIX acabase en las manos de los ambiciosos banqueros privados del siglo XXI.
J. A. Martínez Serrano es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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