Hay huecos que no son agujeros
Mary Luz Ibarrola, la esposa del escultor Agustín Ibarrola, es también una abuela vasca cuyo nieto le preguntó el otro día al volver de la ikastola:-Me han llamado españolista. ¿Eso qué es?
Los Ibarrola estaban en Valladolid, inaugurando la exposición Arte y naturaleza; venían de su pueblo, Oma, cerca de Guernika, donde de vez en cuando ellos viven en sus propias personas el hecho más grave de la vida en Euskadi: la falta de libertad, la intimidación y también el insulto. La exposición se ve lentamente, como si fuera una reflexión sobre el espacio que la naturaleza le ha dejado al arte, que irrumpe en ella con la libertad que la propia naturaleza propicia. Y no hay sólo naturaleza, huecos, madera sobre la que él ha escarbado con apasionada inteligencia -hay una pequeña obra, Hay huecos que no son agujeros, que simboliza toda la muestra-, sino que hay también una contemplación escultórica apasionante de la lectura del periódico.
Ya se ha visto esta exposición en otros sitios, pero en Valladolid, donde tanta tradición de buen periodismo hay -Delibes, Leguineche, Lozano, Salcedo-, esta reflexión que él ha hecho sobre las consecuencias de roca o de despeñadero que tiene el periodismo se ve como un lugar desde el que se ve la vida. Este hombre que ha dibujado ese universo es hoy, en Euskadi, el abuelo de un niño españolista, un gran artista comprometido con su pueblo, el pueblo vasco, al que alguna vez le han tirado de la chapela, le han humillado y le han puesto en las puertas de un nuevo exilio, de una cárcel diferente: la peor cárcel, decía aquí hace unos días Gabriel Jackson, es la del que vive amenazado en un país donde la Constitución garantiza la libertad.
Ibarrola lleva una chapela que no se quita ni para las cenas ni para las entrevistas de televisión; así se le vio esta semana en el programa de Manuel Rivas, El Faro, y así vivía en Valladolid los acontecimientos que marcaron la puesta en marcha de su exposición. Habla pausadamente, como si tuviera una paciencia alimentada por años sin esperanza, en la cárcel verdadera o en la cárcel que fue vivir sin libertad; un día unos jóvenes de su pueblo, o de un pueblo de al lado, pudo ser en cualquier pueblo de Euskadi, le gritaron desde el otro lado del bar:
-¡No tienes derecho a llevar chapela!
Él simplemente esculpe; una vez pensó que debía alimentar la naturaleza con la visión que tiene de las estaciones y de la vida, eso lo tradujo en colores y fue, poco a poco, ilustrando con sus sueños, ahora en la libertad de la vida, los troncos históricos del bosque que ya iba a ser el bosque animado por Ibarrola. Un día, los enemigos de la libertad ajena cercenaron los árboles, destruyeron sus sueños, pero no pudieron doblegarle. Ahí está, cada día, haciendo gestos, como si en las volutas de la vida cotidiana hubiera escultura y puños contra esto y aquello. Amenazado.
En los años de plomo que han pasado hubo resquicios de esperanza; pero, mientras tanto, la ironía, ese espectáculo menor del fascismo, considera saludable que poetas vivan en silencio la realidad de su pueblo, pues sus palabras pueden perturbar la paz inversa que ha inventado el nacionalismo dentado: la paz del silencio. A otros se les aconseja un bienio de exilio: mejor te marchas, tú de aquí no eres. El verdadero drama no está en la política -la incongruencia política, la falta de arrestos para cambiar el curso de los acontecimientos-, sino que está en la vida, en la vida cotidiana. Un día hablábamos en un almuerzo veraniego con escritores vascos y mostramos nuestra devoción por el Bilbao. El Bilbao era como llamábamos en Canarias, en la adolescencia, al equipo de Carmelo, Orué, Garay, Canito, Mauri y Maguregui; uno de los presentes en ese almuerzo amistoso alzó el dedo con el que se calla al contrario y exclamó, verdaderamente iracundo:
-¡Ya estás siguiendo las consignas que hay ahí fuera: humillar al Athletic llamándolo Bilbao!
A Julio Llamazares le declararon persona no grata en un pueblo vasco por un comentario que hizo al pasar; a Rosa Díez, la diputada europea, el mismo pueblo también la hizo ingrata porque fue a ver el bosque de Ibarrola, siendo consejera de Turismo de Euskadi, y no avisó antes al Ayuntamiento. Son dianas chiquitas que se colocan sobre la cabeza inocente de la gente, como si la vida fuera ella misma la amenaza. Amenazados.
Lo hemos contado en otros sitios, pero hay una reflexión brutal de Mary Luz Ibarrola que debe quedar registrada: en Guernika el Ayuntamiento tiene en su presupuesto anual una docena de millones de pesetas para limpiar las esculturas de Moore y Chillida, ocultas por las pintadas. Pues ella, en Valladolid, dijo: "Me sorprende siempre cuando llego a una ciudad y veo las paredes limpias". La memoria de las paredes limpias.
Babelia
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