Cavazos cortó su octavo rabo
Eloy Cavazos, a sus 50 años y con 33 de alternativa, cortó su rabo número ocho en este coso a Serranito, una res que mereció el arrastre lento por su extraordinaria nobleza. Saludó al pastueño astado, que hizo cuarto, con limpios mandiles y en su quite entrelazó ajustadas chicuelinas con pintureras navarras. Su faena a Serranito, que nunca tiró el más mínimo derrote y que en su recorrido tras la sarga parecía una carretilla de entrenar, la inició de rodillas. Estructuró su muleteo corriendo la mano con suavidad en tandas de redondos, que iniciaba con vistosos molinetes, garbosas trincherillas o la espectacular dosantina y los abrochaba con capetillinas o el de pecho. También ligó tersos naturales en varias series y, al final, dándole las tablas, ejecutó muletazos en los que jugaba con el ejemplar. Enseñando el pecho hizo la cruz y dejó un estoconazo en todo lo alto.
Sus partidarios, que dan mayoría en el coso, emocionados hasta la exageración, le pidieron al juez de plaza, Jesús Dávila, el máximo trofeo y éste bondadosamente lo concedió. Este rabo es el número 112 que se corta en la historia de la plaza.
A Río Dulce, que salió en primer lugar a la usanza española, aplaudido en el arrastre por su nobleza, Cavazos le hizo su labor en el refugio de las tablas. Toreó en línea recta abusando a veces del pico y cuando el burel le presentaba alguna dificultad se agarraba a los lomos del adversario.
El juez le regaló el trofeo, pero como buena parte de la concurrencia lo protestó el diestro se metió al burladero y se abstuvo de dar la vuelta al ruedo. Aunque al quinto valientemente lo esperó de hinojos y le dio una larga cambiada, no lo pudo trastear a gusto pues el noble morlaco acabó desarrollando genio.
Enrique Ponce no se dejó ganar la pelea en este mano a mano y por su gran oficio logró sacarle partido a su intoreable lote. Insistiéndole al soso y bobo segundo hizo que acudiera a la bayeta. Aunque algo retirado del adversario, trazó bellos e increíbles muletazos, así como giros completos de templados y mandones pases por ambos lados que arrancaron la ovación de sus seguidores.
Al cuarto lo recibió con elegantes verónicas rodilla en tierra y en su quite bajó las manos en apretadas chicuelinas. Con la pañosa se impuso al tardo burel que nunca bajó la cabeza y volvió con sus detalles que deleitaron a los tendidos. Al entrar a matar el toro le dio un palotazo en la mano izquierda y pasó a la enfermería, donde lo atendieron de un esguince.
Al sexto, pitado en el arrastre, no se le podía trastear porque era un inválido. Como deseaba triunfar, inexplicablemente regaló el segundo sobrero, un bicho corraleado, resabioso y muy peligroso con el cual se jugó la vida.
Con el que abrió plaza, aplaudido en el arrastre, el rejoneador Giovanni Aloi montando a Chícharo, previos quiebros colocó tres rejones de castigo, pero sólo el último en buen sitio. Arriba de Cónsul banderilleó a una mano, primero tres largas y después tres cortas y, en ambos casos, sólo las últimas en todo lo alto.
Babelia
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