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'Mondo cane'

Me reúno en el pequeño jardín público con mi amigo el vejete (es mayor que yo; él cumple en febrero; yo, en mayo), que venía preocupado por las recientes noticias que conciernen a la posesión de perros en la ciudad de Madrid. "Hace años que no tengo uno", comenzó, "y pensaba aceptar el que me querían regalar el día de San Antón, inducido por el argumento de que su compañía es una buena terapia para que los mayores mitiguemos la soledad. Claro, que es indispensable sentirse dispuesto a cuidar de él, darle alimento y sacarle una o dos veces al día para que haga algo de ejercicio y lo que impone la fisiología. Pero, según las últimas noticias, habrá que ser, por lo menos, consejero de la Telefónica para permitirse ese lujo y los gastos que supone".Mi interlocutor matinal es hombre de cómoda sociedad. Habla sin tasa, no espera contestación y le traen al fresco las posibles disidencias, todo ello envuelto en finos modales, de los que ya no se estilan. Siguió la perorata. "No sé en qué piensan esos quien corresponda que parecen decididos a establecer un canon único, un seguro también único, inexcusable, obligatorio, carísimo, sin distinción de razas, corpulencia y carácter. Supongo que habrá usted reparado en que el perro es el animal que ofrece mayor variedad, dentro de la especie, desde el caniche hasta el doberman, del yorkshire al dogo argentino. Tamaño, apariencia, instintos y cualidades de lo más heterogéneo. Todo ese barullo porque se han puesto de moda unos bichos enseñados para atacar al prójimo o combatir entre ellos". Se tomó un respiro para -como hace habitualmente- desmigar un mendrugo y ofrecerlo a las palomas y gorriones de la parroquia.

"Hubo hace unos años la moda de los perros grandes, los pastores alemanes, las mastines del Pirineo, el gran danés, criaturas de 50 o 60 kilos a los que se infligía la crueldad de mantenerlos en apartamentos cada vez más reducidos, sin los largos e inútiles pasillos de antaño. El resultado de tal necedad fue que, llegadas las largas vacaciones, a los viejos nos dejaban en urgencias, y a ellos, amarrados a un árbol, lejos de la carretera". Escandalizado, le dije: "¿Pero a usted le han atado... quiero decir, le han dejado a la puerta de un hospital?". "Bueno, sólo una vez", admitió, "pero hablemos de esas amenazadoras ordenanzas municipales. He de reiterarle que poseí varios ejemplares, alguno curioso, adquirido no por esnobismo, sino en circunstancias especiales: un puli que me regalaron en Budapest, conocido pero nunca visto en España, hasta aquella remota época. Los organizadores me rogaron que lo exhibiera en la exposición canina -creo que el año 1946- y puede usted figurarse que el primer premio se lo llevaron los chihuahuas de la duquesa del Infantado, creo".

"En otros tiempos, en Madrid había mucha menos gente, y los que tenían perro también poseían fincas y casas en el campo. No olvido a los callejeros y aquel guardián eventual e imprescindible que custodiaba las obras de la construcción y que, cuando se cubrían aguas e izaban la bandera -ignoro si esto se sigue haciendo-, eran ignominiosamente expulsados, sin respeto a los derechos laborales adquiridos. Volviendo al tema, debería haber una inteligente correlación entre la alzada del can y el tamaño de la vivienda, ¿no le parece?".

Hizo una pausa para sumergirse en el recuerdo: "Hace unos años tuve un pincher que apenas pesaba dos kilos y, literalmente, galopaba por mi casa como un pegaso o una gacela. No me quitaba la vista de encima y al levantar los ojos enderezaba las orejas; a la menor invitación saltaba sobre mi regazo...". Como quedó pensativo y con aire triste, le pregunté: "... ¿Murió?". "No; me lo robaron unos gitanos mientras charlaba con un vecino. Entre sus muchos saberes, los gitanos distinguen el perro de raza que pueda venderse rápido y bien". Exhaló un hondo y sentido suspiro. "Le veo mala solución al asunto, a menos que, por ocultas razones, quieran erradicar a la raza canina de las ciudades. Entonces, ¿a qué viene esa monserga de que alivian nuestro supuesto desamparo y la falta de afecto que, según sociólogos y psicólogos, atormenta a los ancianos?". "Así es el mundo", comenté, con total ausencia de originalidad. "Sí, señor. ¡Perro mundo!

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