En la Gran Marcha al Soberanismo
EDUARDO URIARTE ROMERO
De ahora en adelante el debate se va a plantear en un marco filosófico. Va a ser el debate entre el "ser" y el "estar", que poco tiene que ver con el de otras latitudes, normalmente preocupadas por cuestiones más intrascendentes y pragmáticas. Sin embargo, bajo su solemne enunciación, al poco que observemos los silogismos en que se basa este debate sobre lo vasco, se aprecia un maniqueísmo simplón en el que el ser es el "ser cien por cien vasco" para facilitar la ruptura con lo demás; en otras palabras, ese ser inventado que avala y garantiza la gran marcha hacia el soberanismo.
Si se formulara que la esencia del ser vasco es lo contrario, su complejidad, su mixtificación con lo aparentemente ajeno, la asunción de otras culturas, su transcurrir histórico en esa mezcla, nos daríamos cuenta de que un "vasco cien por cien vasco", el del Rh, el rifeño, no es más que una formulación idealista, agresiva, xenófoba y autodestructiva. Con esa formulación, y la actitud que supone, lo vasco hubiera desaparecido con la romanización, como otros pueblos desaparecieron.
Porque a la hora de buscar esencias, a uno se le antoja más verosímil y plausible la de un pueblo dúctil que, por el camino de la integración y el mestizaje, se beneficia de lo ajeno y sobrevive con lo propio, que cada vez es más amplio. Aunque la leyenda del monte Ernio recuerda a Sagunto o Numancia, su conocimiento no sobrepasa un ámbito muy reducido. Los únicos símbolos de resistencia de nuestro pueblo han sido los sitios de la Invicta Villa, los de Bilbao, pero ésos tuvieron caracteres de guerra civil.
El soberanismo, con el horizonte final de la secesión, le supone al ciudadano vasco el rechazo -en muchas ocasiones, en plena esquizofrenia- de muchos aspectos de su identidad. Con el Estatuto de Gernika se puede ser vasco de muchas maneras, con diversidad de porcentajes. Una marcha soberanista iría arrojando por la cola y los costados a muchos vascos según cual fuera su porcentaje de vasquidad. Hay una esencia compleja del vasco a la que responde mucho mejor el Estatuto que tenemos que el soberanismo.
Y aunque el personaje de la enorme pantalla, digna de un relato de George Orwell, haya quitado énfasis a la marcha soberanista -ya no parece cierta la fecha de 2004 para el referéndum autodeterminista-, su asunción orgánica por el PNV la erige como algo transcendente y preocupante. Transcendente por lo que tiene de ruptura; preocupante porque, en un lenguaje sólo para nacionalistas, impone un discurso emotivo y poco racional.
Si el discurso hubiera permitido hablar de "encuentro" -ya que se fundamenta en el entramado institucional existente- con los territorios reivindicados por el nacionalismo, basándose en conexiones económicas, culturales y políticas, dirigidas, inclusive, a crear una comunidad política, casi diciendo lo mismo hubiera posibilitado el diálogo con los no nacionalistas. Pero entonces hubiera dejado de ser un discurso nacionalista, por carecer de agresividad.
Una de las consecuencias del los excesos en la forma y en el contenido de la marcha asumida por el PNV ha sido el quitarle importancia a los esfuerzos de Euskal Herritarrok, aunque sean muy matizados, por desengancharse del terrorismo. Por el contrario, justifica en gran medida el pasado violento y supone una aportación al radicalismo en la retaguardia de lo que EH mueve.
La Gran Marcha hacia el Soberanismo ha levantado, por su exceso, un telón de camuflaje que impide observar y evaluar con suficiente objetividad el movimiento de EH hacia la política. Hasta el punto que desde fuera del nacionalismo se ose a aventurar que el problema no es tanto EH como lo que está haciendo ahora el PNV.
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