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Sobre el sentido

Mucho se ha hablado y escrito sobre el buen orden de la disposición en los objetos que nos rodean, que forman, de alguna manera, nuestro ambiente familiar. El que da sentido a nuestra intimidad. Un almacén de muebles no es una habitación humana. Tiene otro sentido. En el mejor de los casos constituye una invitación a que, a partir de ellos, formemos un habitáculo. Lo que no tiene sentido podemos regalarlo mediante gratuita donación, esto es, gracias a la buena tesitura de nuestro espíritu.Esta favorable sazón anímica estriba, "velis nolis", en un afán de insertar en él nuestra propia intimidad. Es una especie de donación. De altruista regalo. Por esa donación insertamos nuestra propia intimidad en la intimidad de todo lo que nos rodea, objetos, almas afines, comunes vivencias estéticas. En definitiva, preferencias. Están por estudiar las razones por las que unos preferimos ciertas cosas y rechazamos otras igualmente dignas de nuestro aprecio. Se ha dicho que el hombre es una máquina de elegir ciertas vivencias, y de rechazar las opuestas. O lo que es lo mismo: de decidir. Aún no está bien estudiado por qué unas criaturas se inclinan a aceptar determinadas experiencias y otras las contrarias. En toda máquina de decisión -y la criatura humana es ese mecanismo puesto a prueba una y mil veces- la última elección está siempre fatalmente anclada en el poder de decisión de la criatura humana. La fiera salvaje jamás decide. Va guiada por el mandato ciego del instinto. Y allí se detiene. Nada hay más pacífico que la bestia cuando sus apetitos, sus sugerencias, han sido bien satisfechos. Ellos guían y determinan sus impulsos. Intento manifestar con esto que el sentido de la bestia siempre viene determinado, y causado, por sus necesidades inmediatas.

Otro es el cambio de finalidad de la criatura humana. Al almacén de muebles le falta mucho para ser una habitación. Le falta ese algo tan entrañable que constituye la disposición y el uso de los adminículos propios de cada intimidad. En suma, el sentido. Si yo dispongo el orden de mis cosas mediante un estilo propiamente personal, ese estilo será el mío. El mío propio e intransferible.

Cada uno, cada persona humana, lleva dentro de sí un determinado orden que al observador superficial puede parecer arbitrario. Pero que obedece a una disposición de ánimo ciertamente intransferible.

Quiero decir con ello que esa determinación resulta no equivalente a cualquier otra decisión. La criatura humana obedece siempre, "velis nolis", a impulsos incoercibles que arrancan de los fondos más abisales de su personalidad. (Me importa mucho no confundir esta aserción con los posibles apoyos teoréticos a los supuestos del psicoanálisis).

El sentido humano es algo muy distinto del buen orden establecido. ¿En qué consiste? Sencillamente, en un afán de establecer una distinción inteligible entre lo que es un orden captable mediante los medios de la inteligencia humana y lo que resulta mero desorden intelectual, capricho mental. En una palabra, mera ocurrencia.

Estamos sobresaturados, sobre todo en la faz política, de meros golpes de ingenio. De salidas de tono sin contenido alguno.

A no ser que esa sazón sirva para algún menester vergonzante. Para zaherir al adversario y dejarlo clavado en el cartón de los insectos. Esto, este oficio de enterrador, de aniquilador definitivo, es lo que hace de la vida española "un universal dolor de muelas", como en su día había diagnosticado don José Ortega.

¿Por qué somos los españoles tan propensos a la aniquilación del adversario? ¿Por qué estamos poseídos por el afán de destrucción del contrario? ¿Por qué nos cansamos una y otra vez de la normalidad, del pacífico goce que nos ofrece gratuitamente la vida? Estamos descontentos y esa insatisfacción se nos refleja incluso en el gesto a favor del cual "disparamos biografía", nos hacemos reos de nuestras culpas y de nuestros vicios. Decía don Miguel de Unamuno que en España el vago es el fiscal del que trabaja. Somos acusadores natos. Y por eso nos miramos unos a otros de reojo. Como adivinando las ocultas intenciones del interlocutor.

Mirar de frente, cara a cara, como aseguran que algún día veremos a Dios, "prosopon pros prosopon", es faena futurible y más o menos hipotética. En ella descansamos. Pero mientras no llega la hora sagrada, la hora definitiva, "le grand peuttêtre" rabelesiano, en el que todo, absolutamente todo nos será descubierto para nuestra felicidad o para nuestra desesperación, hagamos cuenta de enorme paciencia. Y algo más. Confiemos ciegamente en que no todo se lo traga la tierra. La potencia aniquiladora de la muerte no alcanza a los dominios de lo inefable.

¿Qué cabe hacer? Seguir el consejo y la fórmula de la felicidad humana tal y como la formuló Freud: "Lieben und arbeiten", "amar y trabajar". No hay otra salida. O nos entregamos a los otros con pasión incondicionada y para ellos nos esforzamos en la lucha de todos los días, o nos enquistamos inútil y estérilmente. Con lo cual todos nuestros trabajos son trabajos de amor perdidos. O nos entregamos a los demás, o nos perdemos a nosotros mismos. El enquistado siempre resulta enquistado. O lo que es lo mismo: no posee horizonte visible. Con lo cual deja de ser paisaje para convertirse en desoladora muestra planetaria. El aviador situado en la nave espacial no ve nada, absolutamente nada. Pero sólo cuando vislumbra las luces de la tierra comienza a sentir el cosquilleo del regreso al hogar. Y eso bien vale todo el esfuerzo heroico de la audaz maniobra. Una maniobra cuyo valor estriba en el regreso al hogar. En el "nóstos". Cualquier otra cosa es instancia perecedera, "flatus vocis". En definitiva, realidad subsidiaria, de segundo orden para la que "non paga a pena", como decimos los gallegos, esforzarse. Menos preocuparse. ¿Por qué? Porque habremos desorganizado el sentido. Y todo quedará en nada.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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