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La arrogancia del poder

Si Bettino Craxi pasa a la historia como el símbolo de la Italia corrupta, abandonado por todos hasta que muere en el exilio, no es porque estuviera implicado en más delitos de corrupción que otros políticos. Fue su actitud frente a los ciudadanos y los jueces que le exigían responsabilidades la que precipitó el desastre. Una actitud altanera, cerrada a cualquier admisión de responsabilidad o de diálogo, perfectamente acorde con el estilo autoritario, arrogante y pragmático desarrollado por el primer socialista que ejerció la presidencia del Gobierno de Italia, entre 1983 y 1987. La izquierda de matriz comunista, muy mayoritaria, nunca le perdonaría el tono de desdén con el que persiguió esa meta de la mano del centroderecha democristiano. Craxi fue el único político italiano que, desde que estalló la cascada de escándalos conocida como Manos Limpias, sostuvo abiertamente que "robar para el partido no era un delito, sino como mucho una irregularidad". En la histórica noche del 29 de abril de 1993, cuando compareció ante el Parlamento para defenderse de su primera demanda de procesamiento, sostuvo que "por muchas degeneraciones que haya podido inducir" la financiación ilegal entonces al uso entre la totalidad de los partidos italianos, y seguramente europeos, "no pueden ser utilizadas por ninguno como explosivo para deslegitimar a toda una clase política". Muchos de sus pares demostraron sensibilidad con el argumento y la Cámara denegó la autorización para procesar a Craxi por corrupción. Pero el escándalo fue mayúsculo. La protesta callejera comenzó inmediatamente en torno al palacio de Montecitorio, donde se reunían los diputados. Aparentemente ajeno, Craxi paseaba aquella noche entre las estatuas de Bernini en Piazza Navona con algunos amigos y dos bellas mujeres, frecuentadoras habituales de lo que todavía se llamaba "la corte de enanos y bailarinas del rey Bettino". Parecía que el tiempo no existía, y sin embargo todo había cambiado. Cayó el Gobierno de emergencia formado por Carlo Azeglio Ciampi, y al día siguiente Craxi tuvo que recurrir a la policía para salir de su lujosa suite en el hotel Raphael, junto a la plaza de sus paseos nocturnos, porque la gente se congregaba en la puerta para arrojarle monedas e insultarle. El rey destronado tomó el camino del exilio. La decadencia estalló en Hammamet. Mario Soares le visitó en una ocasión y Felipe González, que veraneó una vez con Craxi en el pequeño pueblo tunecino, aprovechó una visita a Roma para elogiar la figura política de su amigo. Cada una de estas intervenciones suscitó un aluvión de críticas. Dentro y fuera de Italia, sobre Craxi se hizo el silencio. Estalló también una diabetes poco cuidada que le provocó una gangrena en una pierna y problemas cardiacos. Encerrado en la villa de sus sueños rotos, siempre vestido con chándal y sandalias porque no soportaba otra ropa, sin más compañía que la de su mujer, la signora Anna, atento a la la televisión italiana captada por satélite y a un teléfono que solía estar poco ocupado, Bettino Craxi pasó los últimos seis años mascullando, más que intentando, venganzas contra jueces y salpicando a los políticos de su generación con las maledicencias que algún periodista quisiera escucharle. Siempre dijo que no podía arriesgarse a volver a la cárcel en Italia porque sería asesinado. Pero era evidente que lo que realmente no soportaba era la idea de sentarse en el banquillo

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