La pasarela del amor
ENRIQUE MOCHALES
He aquí que ahora está en boga el urbanismo y la arquitectura humorística. Ello nos proporciona decorados espirituales impagables. No tenemos nada que envidiar a París, la ciudad de la luz. Nosotros disponemos de la pasarela de Calatrava, que debería llamarse del Resbalón. Escribir un relato sobre ella sería, no obstante, entrar en un terreno resbaladizo. Primero hay que comprobar las condiciones del piso. Ya lo saben aquellos que intentan cruzar la pasarela en estos tiempos. Podríamos hacer un relato que se correspondiese con el panorama político vasco, enmascarándolo como si se tratase una vieja película de los años veinte. Así que si colocásemos a dos hombres, uno a cada lado de la pasarela, con sombrero y gabardina, con el porte sombrío de las viejas películas en blanco y negro de espías o de gánsters, y les hiciésemos andar de un lado a otro del puente prestos a un encuentro secreto en la cumbre para la resolución de acuerdos, nos moriríamos de la risa. Sin duda caerían varias veces bajo el peso de la responsabilidad, sobre el piso de las circunstancias, en un ridículo ejercicio de torpeza, o tal vez de humanidad.
La vida es una pasarela de Calatrava. Resbaladiza, insegura, construcción que falla en lo básico, trampa. En la pasarela de Calatrava, hasta la mirada resbala. Si la revisten de madera exótica, las figuras seguirán cruzando a la otra ribera, uniéndose a veces con su sombra, fulminadas. Confieso que un día, cruzando esta misma pasarela, un amigo periodista y yo comentamos que, en el caso de caernos, no nos importaría demasiado rompernos una pierna si sacábamos un buen pico. Lo cual demuestra que la pasarela de Calatrava es algo más que un puente. Es un concepto. Una ambición. Una entelequia. Una broma.
Diversos métodos han sido aportados por los Inventores de un Bilbao Mejor (IBM), para solucionar el riesgo de rotura de caderas en la pasarela de Calatrava. La propuesta más razonable es el reparto de patines de hielo en ambas riberas, lo cual convertiría el paso de Zubi Zuri en una divertida carrera de patines, en la cual, totalmente gratis claro está, uno podría practicar el patinaje artístico siempre que no moleste a los otros patinadores que sólo intentan alcanzar humildemente el otro lado, agarrados desesperadamente a las barras metálicas. Bella estampa que se nos ofrece a los traviesos ojos de la imaginación, como una más de las innumerables atracciones que se concentran como el Bovril en este botxo querido, que dentro de poco tendrá hoteles de superlujo donde, según los últimos expedientes X, se alojarán incluso los extraterrestres.
En nuestro camino hacia la sociedad perfecta, hacia la utopía, nos encontramos con pequeños problemas que ponen de manifiesto cuán lejos estamos de conseguir el marco perfecto para realizarla. El sistema a veces no funciona. No hay más que cruzar la pasarela de Calatrava. Tal vez cayésemos aparatosamente de nuestro caballo y escuchásemos las palabras: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?". Y es que cuando creíamos que estábamos seguros, falla precisamente el terreno que pisamos. El puente está tendido, pero nadie nos dijo que pudiésemos pasar. Los deseos y los ideales dejan de tener vigencia entonces. Deberían adaptarse a la realidad como un zapato se amolda al pie. Pero en la mayoría de los casos esto no ocurre, y la sociedad moderna de los guggenheims, los kursaals y los euskaldunas patina.
Tal vez el mejor sistema para cruzar la pasarela sea ir agarrado a alguien amorosamente, alguien que sigue nuestro paso con seguridad, alguien que quiere llegar con nosotros al otro lado, tal vez un beso en mitad de la pasarela fuera suficiente. Que se besen. Que los peatones que lleguen a Zubi Zuri se emparejen y se abracen para pasar juntos. "¿Me ofrece usted su brazo, caballero?". "No faltaba más, señorita". La pasarela de Calatrava es idónea para enamorados. ¿No queríamos ligar? Un poco de galantería, señores. Más allá de toda metáfora, hay que resaltar la indiscutible utilidad de la pasarela. Y un resbalón cualquiera lo da en la vida.
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