Niños rotos
Varias obras dedicadas en Latinoamérica a la tragedia de los niños de la calle, de los gamines, cortadas, alteradas y soldadas, se han fundido en una de dos horas sin descanso. No soy capaz de hacer una crítica sin dejarme llevar por mis propios sentimientos por el tema. Aunque tengo una teórica según la cual los niños no pueden ser considerados seres aparte, y no se les puede aislar; ni a las mujeres, ni a los ancianos. Todos forman un bloque social, y si los niños están sufriendo en Latinoamérica, o en Africa o Asia, es porque su capa social entera está desasistida. No creo que nadie piense seriamente que hay que rescatar, salvar o defenderlos separándolos del contexto que les ha llevado a la exclusión infinita. Creo incluso que estas fragmentaciones de la pobreza, por religiones o por edades, por nacionalismos o por tamaños, están disfrazando el problema general.
Compasión
Aún así, hay un elemento claramente sentimental y humano en el que esta especie de justicia y de aplastamiento aumenta más la compasión. Los niños de esta obra, nunca vistos sino citados, son los violados, los prostituidos, los entregados a la mendicidad -hay casi un trasunto en algún momento de Divinas palabras y el carro del baldadito-, aquellos a quienes les extirpan los órganos para trasplantes, los que tienen que trabajar; los sin casa, los que viven en las alcantarillas, los asesinados por la policía -o los parapolicías: es lo mismo-, los vendidos por sus padres.
Planea sobre la obra una imaginación casi del neorrealismo italiano, la de los niños que se reúnen en Brasil desde todos los países y emprenden un vuelo, cielo adelante, en sus papalotes -cometas-, como los de E.T. en sus bicicletas. Se despega de las intenciones.
Dentro de estas verdades absolutas hay una cierta confusión entre los personajes que suben y bajan por unas escaleras hacia distintos planos y cortes del escenario, un barullo entre el quién es quién y qué es qué: bidones o alcantarillas. La dramaturgia no casa todo lo que convendría. A mí me queda como recuerdo grato la pequeña actriz Pilar Aranda, presente todo el tiempo como un Puco de Shakespeare, brillando y sonriendo, con su tarea de ligar las distintas escenas y trabajar sola y bonita el final.
La aplaudió el público, y a todos: sobre todo, aplaudió la intención de la obra. Y a los niños perdidos: la tragedia que se cuenta está pasando en el mismo momento, y en tres cuartas partes del mundo. Y aquí, junto a nosotros.
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