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El honor de un general

En una de las primeras sesiones del juicio por el secuestro, la tortura y el asesinato de Lasa y Zabala, que esta semana se reanuda, el general Galindo juró por Dios y por su honor no haber ordenado nunca "semejantes cosas". Ya es notable que el general haya dado entrada en este entierro al mismísimo Dios, a quien todo honor y toda gloria pertenecen; y aun lo es más que equipare en primacía al Creador con el honor de una criatura. Pero siendo esto admirable, lo más significativo es que una noción tan obsoleta para regir las relaciones entre los hombres -por no hablar de las mujeres, cuyo honor se reducía al recato sexual- una noción tan Ancien Régime, tan evocadora de cruzadas y duelos, haya abierto las declaraciones que el responsable del cuartel de Intxaurrondo tuviera que hacer respecto a esas semejantes cosas, esos crímenes incalificables.El honor por el que jura el general es, a la vez, la divinidad que representaba el coraje en la guerra y el patrimonio que de la acción guerrera se obtenía. A este respecto, sus inmediatas declaraciones constituyen toda una lección sobre lo que aún permanece vigente en el imaginario de este jefe de la Guardia Civil. Una hazaña guerrera alimenta el caudal simbólico de su honor: la conquista de América por seis hombres como aquellos. No importa que en 1983 no se tratara de un vasto territorio que conquistar, sino de una patria que defender: aquel lejano 2 de mayo, nos dice, con la patria en peligro, sus hombres y él formaban la primera línea de defensa frente al enemigo. Estaban, pues, en guerra y el general pretende regresar de las trincheras investido de esa forma de patrimonio aristocrático que es la gloria, recompensa que no puede faltar, según escribió Montaigne, a las bellas acciones. Por eso invoca su honor y el de sus hombres; por eso arenga al tribunal; por eso no quiere hablar del robo en la tienda de Irún; por eso no reconoce en el abogado de la acusación a alguien igual en dignidad a quien estuviera obligado a responder.

Con su invocación al honor, el general nos aclara la naturaleza de la perversión que tanto ha ayudado a reproducir los lenguajes de guerra esgrimidos por ETA y sus cómplices, vistan o no sotana, se dirijan o no cada mañana al Dios de la nación en sus plegarias: definir la acción antiterrorista como acción de guerra y proceder en consecuencia. Para su desgracia, y como era obligado, las bellas acciones destinadas a la gloria se trocaron en venganza, en prácticas propias de grupos mafiosos, con sus códigos morales que imponen la negativa a revelar secretos y la exaltación de supuestas cualidades viriles: silencio, fidelidad ciega, coraje, valentía. La omertà, solidaridad de grupos cerrados que actúan fuera de la ley, se erige en valor supremo que protege el honor del círculo implicado en el ajuste de cuentas.

Todo esto es, desde luego, una desventura de la que apenas puede consolarnos que los presuntos culpables de aquellos crímenes sean sometidos a juicio. Apenas, porque el juicio se celebra cuando han transcurrido 18 años de los hechos; porque para su apertura se han debido superar incontables obstáculos, el último de los cuales, con un procesado al borde del colapso por ingestión forzosa de drogas, supera el guión de cualquier película sobre good fellows; y porque seguramente a su término poco se habrá aclarado de lo que corre por debajo de esa patética representación del honor: que desde el primer crimen de ETA cometido tras la amnistía general de 1977, algunas gentes con poder en el Estado se empeñaron en una guerra condenada a terminar en sucias venganzas.

Desde el mismo origen de la divinidad que le dio su nombre, el honor está ligado al ejercicio del poder personal. Invocarlo en un juicio no tiene más efecto que proyectar sobre la conducta del poderoso la sombra de la duda y la sospecha del abuso, pues, como ha escrito Pitt-Rivers, el honor, hoy, es una enfermedad cuyos síntomas sólo aparecen cuando ya no existe.

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