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Seattle y el cinismo neoliberal

O sea, que ahora la élite neoliberal, desde los editoriales del prestigioso The Economist a la respetada página de opinión de Vargas Llosa en EL PAÍS, llora por la suerte de los pobres del mundo como resultado de la protesta de Seattle contra la globalización sin representación. Como no creo que sean ignorantes, me atrevo a concluir que son cínicos. Ignorantes: los datos muestran (sin ir mas lejos, el informe sobre desarrollo humano de Naciones Unidas publicado en julio de 1999) que en esta década de cambio tecnológico y globalización se han incrementado la desigualdad, la pobreza y la exclusión social en la mayor parte del mundo. Más de dos terceras partes de la humanidad no se benefician del nuevo modelo de crecimiento económico, Internet llega a menos del 3% de la población y los desequilibrios ecológicos se han agravado. Y esto es así porque, en lo esencial, el incremento del comercio internacional y el desarrollo de las nuevas tecnologías se ha regido prioritariamente por mecanismos de mercado.Así, África subsahariana tiene un porcentaje de comercio exterior sobre producto interior bruto en torno al 29%, más alto que la media de la OCDE, pero, con términos de intercambio desigual y sin infraestructura tecnológica y educativa, lo que eso ha provocado es el enriquecimiento de las élites locales que exportan lo poco exportable que hay en el país sin redistribuir hacia adentro. Más aún, oponer los pobres del mundo a las tortugas y a los delfines es demagogia irresponsable, porque los pobres también quieren tener un planeta que dejar a sus hijos y tampoco quieren parir bebés deformados por nutrición química o genética incontrolada. El debate no es sobre comercio internacional (que puede ser muy positivo para todos) o sobre nuevas tecnologías (que son fuente posible de creatividad y calidad de vida), sino sobre cómo se hace la transición a la era de la información y a la economía global, en función de qué valores y bajo qué mecanismos democráticos de información, representación y decisión política.

Percibiendo en estos días el nerviosismo de las élites tecnocráticas en todo el mundo, se puede apreciar la importancia de lo que ha ocurrido en Seattle. Lo que era la gran apuesta de Clinton para pasar a la historia en el cambio de milenio como el actor clave de la globalización se ha convertido en la crisis de una Organización Mundial de Comercio semisecreta y en la crisis de la hegemonía americana para dictar los términos de dicha globalización. Porque, por primera vez, se oyeron las voces de quienes quieren saber qué pasa en esos pasillos del poder en donde no se decide qué hacer sino, más bien, cómo se desmontan los mecanismos de control existentes para que los mercados actúen por su cuenta.

Y los mercados hacen algunas cosas bien (como asignar recursos escasos y asegurar selección mediante competitividad) y otras mal (igualdad social) o muy mal (valorar lo que no tiene precio asignado, como la conservación del planeta o el sentido de la vida). Por tanto, los mercados necesitan instituciones que los regulen, que canalicen su dinamismo generador de riqueza. Tanto más cuanto que nuestra extraordinaria capacidad tecnológica actual puede acelerar los efectos, tanto positivos como negativos, de los mercados. Y lo que está ocurriendo es que las instituciones políticas, a instancias, sobre todo, de Estados Unidos, el FMI y la OMC, están haciéndose el harakiri para dejar paso libre a la competencia sin restricciones. Porque eso, en último término, beneficia a los fuertes (países, empresas, personas), como es bien sabido.

Lo que Seattle significa es el fin la ilusión neoliberal de un planeta autogestionado por los mercados para el beneficio de los más fuertes, de los más listos y, también, de los más pillos. La sociedad civil global, en su pluralidad contradictoria y necesariamente incoherente, ha irrumpido en los salores del des-poder diciendo aquí estamos, queremos saber y queremos influir en el proceso, debatir, negociar. Sintiéndose, por primera vez, bajo la presión de sus opiniones públicas, cada Gobierno se refirió (en buena medida demagógicamente) a sus ciudadanos, no a sus interlocutores políticos o económicos. Y, por tanto, no hubo acuerdo. Y no habrá acuerdo, ni globalización estable, mientras no se abra el juego y se integren los delfines y las tortugas y los trabajadores y las mujeres y los pobres y los niños, y el Tercer Mundo y, naturalmente, las empresas y la tecnología y las finanzas, y todo lo que hace la economía y la sociedad. Pero todo, sin exclusión de nadie, ni siquiera de las tortugas, que aunque son lentas tienen su función en el ecosistema planetario. Entre otras cosas, nos enseñan que ir despacio alarga la existencia.

Seattle fue un punto de inflexión en la dinámica de nuestro mundo. Multiples intereses y valores se encontraron. Primero por Internet. Luego, en las calles. Y, en fin, a través de los medios de comunicación. Y por Internet y los medios de comunicación conectaron con el mundo y hablaron del roquefort y de trabajo esclavo de los niños, de derechos humanos y de derechos sindicales, de controles a la ingeniería genética y de conservación de los bosques, de identidad gastronómica y de representación democrática. No importa ya la opinión de cada cual sobre el tema. Lo que ha cambiado Seattle es que a partir de ahora hay que informar, hay que discutir, hay que negociar. Y decidir juntos. No sólo porque es más ético y más democrático, sino porque es la única manera. La globalización será democrática, informada y controlada por la gente o no será, deshecha por resistencias múltiples e intereses incompatibles. Lo que se plantea es un nuevo contrato social global. Rousseau en el ciberespacio de los flujos de poder y de riqueza del siglo XXI. No sera fácil, llevará tiempo y obligará a concesiones de todas las partes, a explicaciones reiteradas, a malentendidos recíprocos. Pero puede salir y, entonces sí, beneficiar a los pobres del mundo y a todos los demás. Pero lo que se acabó es la tiranía del mercado, presentada como ley natural. O el no digo y hago. Porque no se puede acallar a Internet. Porque estamos dispuestos a identificarnos con las tortugas -lloré, junto con una niña, por la muerte de una tortuguita siberiana. Y porque, en último término, los que trabajamos, consumimos, pensamos, sentimos y vivimos somos nosotros.

Manuel Castells es autor de La era de la información.

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