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La poesía y el tiempo

LUIS MANUEL RUIZ

Los programas de enseñanza ejercen sobre quienes están obligados a soportarlos un efecto paradójico: intentando inocular en las mentes vírgenes de los alumnos el amor por una obra o un concepto que la cultura oficial considera de imprescindible conocimiento, consiguen matar el entusiasmo que quizá un acercamiento espontáneo pudiera haberles deparado. Observo con resignación cómo mis amigos y yo mismo rehuimos pudorosamente aquellos nombres que en nuestros libros de texto aparecían aureolados con una batería de epítetos e hipérboles que los convertían de inmediato en sospechosos, amparados por la política de los ministerios: ha sido sólo a costa de vencer una pesada resistencia psicológica como hemos podido descubrir a Lorca o Machado, quiero decir, descubrir los hombres y los poemas que se ocultan debajo de esa plúmbea losa de homenajes, efemérides y bustos de mármol. Por tanto, se me disculpará que no trate la figura de Rafael Alberti con la devoción que otros muchos han manifestado en espacios parecidos a éste en que escribo: quizá, no sé, la distancia sentimental aporte algo de nuevo.

He seguido con distraída indiferencia la ira y el desconsuelo de quienes durante el último mes se han lanzado a defender la ultrajada memoria de Alberti de esos otros que quieren saquearla, guiándose, al parecer, por una nimia conciencia ética. El testimonio que puedo ofrecer es sólo parcial y sesgado, pero creo que coincide con el de otros que, como yo, asisten un poco atónitos al humo y la ceniza que ha levantado su muerte. De los artículos que he leído en las últimas semanas parecía desprenderse que su señora viuda había aprovechado el óbito para desmontar y rehacer a su manera una copiosa obra cuyo único destinatario es la posteridad: esta mujer traiciona el dictado del artista, deforma la intención que alumbró aquellas composiciones y entrega a los lectores del futuro un producto distorsionado, que sólo remotamente puede compararse con el espíritu que lo forjó y en el que se halla la fuente última de su sentido.

Se me ocurre que decidir quién posee los derechos últimos sobre una obra literaria es tarea espinosa. No creo que ese poder recaiga desde luego sobre los propios autores, de quienes el azar y el tiempo nos han librado en diversas ocasiones: qué suerte que Virgilio y Kafka fuesen desoídos por albaceas desobedientes. A partir de ahí, cualquiera puede atreverse; ciertos franceses libertinos aseguran que la historia de la literatura es la de los lectores que la han recorrido. El artículo de Muñoz Molina en este periódico ofrece una idea que acaso sea útil: que si la vida y la poesía están tan indisolublemente unidas como dicen, quizá sólo quien haya compartido la vida del poeta tenga derecho a disponer de su obra. No lo sé. Seguramente Borges y Alberti se sentían a la orilla del último sueño cuando delegaron en el entusiasmo y -por qué no- la ambición de compañeras a las que doblaban en edad; seguramente también ellos debieron prever esto que los especialistas califican de traiciones últimas: yo creo que no les importó. El tiempo, ese gran escultor, termina por corregir todos los poemas, y a veces logra gliptotecas memorables donde sólo había montículos de arena. Vale más dejarle hacer.

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