Cataluña en miniatura SERGI PÀMIES
¿Para qué sirve el partido que, todos los años, juega la selección catalana de fútbol? Para darnos cuenta de algunas de nuestras contradicciones. Una federación territorial supeditada a los intereses de otra estatal decide organizar un partido entre una selección que tiene prohibido participar en competiciones oficiales y otra que no. A falta de café-café se opta por el torrefacto de un partido amistoso-navideño que nos permite, durante un par de horas, actuar como si de verdad Cataluña tuviese selección propia. El simulacro tiene, por supuesto, su lado sentimental. Los que creen que Cataluña debería independizarse tienen la oportunidad de manifestar sus simpatías en un contexto menos virtual que el habitual y de gran repercusión mediática. TV-3, curiosamente, decide apostar por una campaña de promoción marchosa, que intenta movilizar la audiencia más bulliciosa, ruidosa y agradecida: la de los jóvenes. El seleccionador, que no puede ser tomado demasiado en serio porque todo el mundo lo ve cada semana comentando las tácticas ajenas en televisión, hace lo que puede. Los jugadores también, aunque, en el último momento, los clubes les recuerdan quién manda aquí.Sólo el público tiene la oportunidad de expresarse de una forma normal. Como si de verdad asistiera a un partido. Y aquí es donde la organización debería comportarse como tal. Decir que no se puede registrar a todo el mundo porque eso desluciría el carácter festivo del encuentro tiene sus riesgos porque, si luego pasa lo que pasa, ¿de quién es la culpa? En el futuro, pues, convendría tomarse tan en serio el partido desde un punto de vista oficial-organizativo como se lo toman algunos de los espectadores que, como ocurre en los partidos oficiales, van al campo no sólo a animar a su equipo (una mayoría), sino a aprovechar el anonimato de la masa para perpetrar algún que otro delito (una minoría). Sería muy triste que los únicos catalanes normales fueran los vándalos.
Lo más curioso de la polémica suscitada tras los incidentes del Cataluña-Yugoslavia -quema de banderas, incendio de butacas, etcétera- es que, a pesar de los destrozos, nadie ha sido detenido. Supongo que como se trataba de un partido amistoso, no hace falta detener a los que se saltaron la ley y viva la impunidad. Eso, me imagino, desluciría la fiesta. ¿Pero qué fiesta? ¿Una fiesta en la que se encarga la seguridad a miembros de una empresa privada? ¿Para qué sirven las policías locales, autonómicas y estatales que pagamos con nuestros impuestos?
Y luego, sorprende el tratamiento periodístico. Destacar la presencia de banderas independentistas es un deber de los realizadores, pero también lo es mostrar a 400 vándalos destrozando unas butacas o pegándose entre ellos. Temer a las represalias, optar por el silencio entendido como medida de precaución para que nadie pueda utilizar las imágenes con fines propagandísticos es una forma barata y primaria de propagandismo. La violencia, incluso la de los partidos amistosos, es un peligro. Y que, tras lo visto en el estadio olímpico, se insista en que la mayoría se comportó (la mayoría también se comportó en Heyssel, por ejemplo) es un recurso tramposo. Pero tranquilos. Hemos encontrado la cabeza de turco sobre la que descargar nuestra frustración: el pobre grupo de cantantes que interpretó Els segadors con arreglos patrióticamente incorrectos. ¡La que les está cayendo encima por no haber cantado el sagrado himno con el debido respeto! ¿De qué respeto están hablando? ¿Del que demuestran las autoridades municipales y autonómicas con su permanente indefinición? ¿Del que demuestran los clubes perdonándole la vida a una selección que, en realidad, les molesta? El año que viene, lo mejor sería rectificar y aprender de los errores. O eso, o suspender el partido.
Para demostraciones navideñas típicamente catalanas ya tenemos Els Pastorets. Con una ventaja: en Els Pastorets el fuego es virtual. Afortunadamente.
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