Meter mano en hacienda ajena
J. J. PÉREZ BENLLOCH
Norman Foster es, como bien se sabe en los medios informados de Valencia, el arquitecto predilecto de la alcaldesa Rita Barberá, y el Palacio de Congresos su obra emblemática en la ciudad, por ahora. No ha de resultarnos chocante, pues, que la jovial regidora tenga esa obra como la niña de sus ojos, por más que desde otros criterios profesionales se la cuestione con razones técnicas y estéticas. El citado diseñador no provoca necesariamente unanimidades, como es lógico y sin merma de su prestigio.
Tampoco ha de sorprendernos que, atenta como anda la alcaldesa en todo lo concerniente al buen fin de la Avenida de Las Cortes, antes de que un imponente atasco ponga fuera de servicio este vial, se preocupe de que nada ni nadie, sobre todo ningún otro inmueble, ensombrezca, oculte o desacredite la referida joya de su legado urbanístico, decimos del Palacio de Congresos. Un cuidado ciertamente admirable que bien quisiéramos ver practicado en otros parajes urbanos, como en el solar de los jesuitas, sin ir más lejos. Pero claro, el Jardín Botánico no lo plantó la señora Barberá porque, de ser así, otro gallo cantaría y otro destino tendría la torre que lo amenaza.
Coherente, pues, con este plausible propósito, es justo o así nos lo parece que la alcaldesa y sus equipos técnicos procuren que la obra de Foster no sea desfigurada por los edificios que se proyecten en su entorno, a cuyos diseñadores se les ha de apremiar legítimamente, como se ha hecho, para que adapten sus ideaciones arquitectónicas a las formas del palacio con el fin de lograr una buena vecindad de volúmenes y líneas. Así han procedido los arquitectos valencianos Roig y Nebot con el hotel cuyos planos firman y que ha de flanquear el recinto congresual. Con gusto o sin él, se han sometido a la condición impuesta, sacrificando seguramente elementos valiosos del inmueble planificado.
Lo que no es de recibo y sin duda supone un allanamiento a la libertad de todo creador, sea quien sea, es que los arreglos, enmiendas, mutilaciones o mejoras se le encomienden a terceros, como si cualquiera tuviera derecho en meter mano en predio ajeno para descabalarle su proyecto en beneficio del propio. Y eso es lo que ha ocurrido con el dicho hotel y la intervención de Foster a instancias de la alcaldesa, demasiado desahogada y poco sensible para con la obra y libertad creativa de los arquitectos indígenas. A lo peor acontece, como se ha escrito y no carece de fundamento, que el repetido proyecto hotelero resultaba técnica y estéticamente tan cabal que achicaba o empobrecía al otro, el palacio de marras. De resultar válida la hipótesis estaríamos ante una armonización a la baja: no lo haga usted tan excelente que pone en evidencia a Foster.
Sin aludir a los aspectos deontológicos de este episodio, nos da la impresión de que este inglés tiene un morro que se lo pisa. Pensemos por un momento que se hubieren invertido los papeles y dos arquitectos locales son requeridos para retocar la obra del ilustre colega universal. El bramido del colega sería parejo al escándalo de dicho atrevimiento. Pues aquí lo mismo, por más que promotores, constructores y facultativos hayan de transigir con los caprichos de la alcaldesa y ponerle sordina a su cabreo.
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