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La Academia de los ausentes

A. R. ALMODÓVAR

A Caballero Bonald le acabará ocurriendo con la Academia lo que a Borges con el Premio Nobel: que se le quedó chico. Al argentino ya le divertía en los últimos años ese asunto mayormente tenebroso del galardón de galardones, y aun presumía de no poseerlo, como fuente de mayores logros y referencias populares: "Ahí va ése al que no le dieron el Nobel", decía, con singular gracejo porteño. Al jerezano seguro que ya le estará haciendo cosquillas en su alma guasona este otro enredo de pendencias, y de ausencias, que llaman Real Academia de la Lengua Española. Aunque de momento, como caballero de las letras que es, prefiere la larga distancia.

A tenor de lo ocurrido el jueves pasado, cuando una recalcitrante y desatinada votación dejó a nuestro escritor fuera del sillón E (e de enemigos, de engaño, de esperpento), podrá él lucir en su vitola el ya indiscutible mérito de haber sido negado tres veces por estos apóstoles de la intriga. Y que cualquier otro que venga a ocuparlo tendrá que hacerlo sobre el molde vacío de Caballero Bonald. "Ése está sentado en el sillón de Pepe". No le arriendo las ganancias, al que sea, y mejor que dejen el sitio vacante por mucho tiempo.

No está tan sobrada de méritos la Academia como para permitirse estos lujos. En 42 años, los que van de 1931 a 1973, no fue capaz de poner al día la Gramática -que es su primera obligación-, y a lo más que ha llegado ha sido a un Esbozo. Y si es el Diccionario, no digamos. Debería existir un juzgado de guardia de lo lingüístico, con sede principal en Andalucía. Una cárcel de papel para académicos, cuanto menos abúlicos, y desde luego perseverantes en la antigualla, el error y la exclusión. Los amables lectores recordarán que este verano, en nuestro Vocabulario andaluz, pillamos al Diccionario de la Real en flagrante delito de leso andalucismo por todos los derroteros del español meridional, que es lo que aquí hablamos, y lo que por allá prestamos, quiero decir, por las Américas del idioma. Pues bien, un rosario interminable de ominosas omisiones, palabras de uso en estas tierras, acepciones o formas propias, son distinguidas por la afición favorita de estos nuevos censores: la ausencia. Recordemos algunas: palo (flamenco) afillá, rajo, guajira, garrotín, mirabrás, toná, cantiña, rumba, corchizo, madarro, tupío, piro, enbusar, lieva, aterminarse, fechar, avilanejo, urta, jerreras, malafollá, sieso, cubata, facha, capillita, regulín, cacharritos, esaborío, explotío, siguiriya, bailaó, tocaó, cantaó... Pueden ser muchos cientos de palabras, de conceptos, de fonéticas alternativas. Por cierto, habrán observado que entre ellas hay numerosas voces del flamenco, todo un mundo en el que Caballero Bonald es consumado especialista, como lo es también en americanismos léxicos. Con lo que se viene a concluir que el agravio para Andalucía ha sido de órdago. Y que no es deber de amistad lo que mueve a esta columna -que también-, sino de denuncia pública de un atropello que nos perjudica particularmente. Poco o nada tenía que ganar en este entuerto quien es uno de los narradores y poetas más equilibrados del siglo que se despide. Pero mucho hemos perdido los andaluces todos.

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