LA CRÓNICA Belleza de la Zona Franca JORDI PUNTÍ
Siempre es igual las primeras veces. Tienes un destino, te están esperando, pero cuando te adentras en el dédalo de calles simétricas y traidoras (pero no es su culpa) de la Zona Franca no hay brújula que valga: te pierdes. El coche, que parece guiado por una catenaria invisible, no obedece a tus órdenes y recorre las mismas calles una y otra vez, haciendo y deshaciendo un decorado entrevisto tras la ventanilla, una escenografía de naves industriales y hierros y asfalto que, por la zozobra del momento, se percibe como algo muy hostil. Uno se siente enloquecer, allí dentro, y cuando ha dejado atrás cinco veces esa fábrica con las paredes desconchadas, tres a la derecha y dos a la izquierda, o cuando ha visto cuatro dispensarios muy parecidos pero colocados por una mano cicatera en lugares perfectamente distintos, piensa que no va a salir nunca de allí. Esas primeras experiencias negativas vacunan al conductor, y si un día -o cada día- tiene que volver, lo hace hastiado, odiando esas malas calles y recorriéndolas a toda prisa; lo que importa es llegar. Y sin embargo, a pesar de todo, ciertos paseos tranquilos por los bulevares industriales me han permitido comprobar que existe una belleza desconocida de la Zona Franca.Oh no, claro, no se trata de bucólicas caminatas a pie por las amplias aceras. Nadie pasea por allí salvo algún excéntrico perdido. Las distancias son enormes y, además, no parece muy sano deambular ocioso entre tráilers grandes como dinosaurios y fábricas contaminantes, dejando vagar la vista y el olfato aquí y allá. No, el plan consiste en meterse en el coche y hacer kilómetros como si se tratase de un circuito cerrado. Elegir las calles al azar y dejarse llevar, sin prisa, segunda y tercera todo el rato, a una velocidad prudente que te permita conducir y disfrutar al mismo tiempo del espectáculo, que al rato, cuando te acostumbras, sin duda aparece. Y también es preciso escuchar música; se puede sintonizar una buena emisora que te proporcione la banda sonora ideal para el recorrido, pero yo recomiendo por experiencia las cintas de casete grabadas a propósito. Llevo en mi guantera una con la etiqueta "Zona Franca": allí están las canciones que me acompañan siempre en mis paseos, una metódica selección ad hoc que incluye a Elvis Costello y Tindersticks, Marvin Gaye y los Pale Fountains, Jay Jay Johanson y Barry White, Teenage Fanclub y Serge Gainsbourg (inevitable, su Ford Mustang).
Aunque más de una vez he tenido la tentación, no he circulado nunca por la Zona Franca al amanecer, y si bien imagino un paisaje silencioso y onírico, me contento con hacerlo alguna vez al caer la tarde, justo cuando hay pocos coches y el sol barre las calles con la misma intensidad de un cañón de luz en un music-hall fronterizo. En esa hora, si el día está despejado, la luz llega oblicua, casi horizontal, y da la impresión de que el cielo se abre y las calles se ensanchan bajo las ruedas del coche. Es como si mi paso fuese jovialmente saludado por las construcciones a uno y otro lado, y observo hipnotizado las viejas fábricas con grandes iniciales descoloridas en las paredes, los depósitos de gases y líquidos inflamables, los contenedores oxidados de colores sucios y apilados como edificios racionalistas, las chimeneas humeantes en la lejanía que se acerca o los lujosos concesionarios de coches (en cuyos brillantes escaparates atisbo a veces la estela de mi propio auto). Parece entonces que la tarde no vaya a terminarse nunca.
Ocurre también que esta rara belleza de la Zona Franca tiene atractivos añadidos. En más de una ocasión, al recorrer uno de esos bulevares que quedan cerca del aeropuerto, he podido observar las maniobras de aterrizaje de un avión. Se forma un punto en el cielo, frente a mí, y se va haciendo grande, hasta que se dibujan las alas y ya es un avión que inicia su descenso lento y uniforme desde lo alto hasta que lo pierdo de vista en el retrovisor; a veces es distinto y lo que sucede es que cuando menos lo espero aparece a mi lado el aparato y durante unos segundos avanzamos en paralelo, como si yo pudiese controlar su marcha o fuese a indicarle dónde debe aterrizar.
Suele coincidir que cuando pierdo de vista al avión ya estoy cansado. Entonces juego a pensar en la gente que llevaba dentro: hace un momento han tomado tierra y ahora recogen el equipaje. Salen afuera y suben a un taxi. Dentro de un momento, cuando vuelva con mi coche a la ciudad y nos reciban las calles conocidas, la tarde terminada, quizá coincidiremos en silencio, uno al lado del otro, pero esto ya no lo sabremos nunca.
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