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Escritores viejos

PEDRO UGARTE

Reconozco que escribo el nombre de Rafael Alberti con cierta aprensión, con un vago temor sustentado por mi ignorancia de las normas que rigen el derecho de propiedad intelectual. Ahora que "Rafael Alberti" es marca registrada, ahora que existen incontrovertibles propietarios de un nombre que no es el suyo, acaso utilizarlo a vuelapluma sea una acción ilegal. Escribo Rafael Alberti y tengo miedo, como tienen miedo los editores cada vez que quieren publicar una foto del Guggenheim y saben que eso puede acarrearles problemas jurídicos. Escribo Rafael Alberti y a lo mejor me la cargo.

Hay un efecto paradójico de la celebridad literaria que consiste en que casi todo lo bueno llega tarde. Los grandes escritores llegan tarde a la propiedad (por muy intelectual que sea), llegan tarde al dinero, al reconocimiento, a la lisonja de los políticos, a las cenas de gorra, a los hoteles pagados y a los cursos en las universidades de Norteamérica. Uno sospecha que los grandes escritores, cuando son varones, llegan incluso tarde a las mujeres. Adquieren en su juventud alguna santa que les mecanografía los manuscritos, que les gestiona la cartilla de ahorros, que les sostiene con su amor, con su trabajo, con su sopa de letras. Y sólo cuando ya se han convertido en momias vivientes se les acercan las jovencitas, con su carne fresca, con su proyecto de tesis doctoral, dispuestas a tragarse todas las babas del viejo a cambio de administrar su memoria cuando muera.

Hay nombres, hay personajes, vivos y muertos, vivas y muertas. ¿Para qué citarlos? Los hay, que uno recuerde, estadounidenses, argentinos, italianos y, por supuesto, convecinos. Alberti sólo es el doloroso símbolo final. A los viejos escritores se les muere su santa, o deciden desprenderse de ella porque ya se ha arrugado en exceso, y a partir de entonces entran en el dudoso mundo de las revistas del corazón. Aparecen entonces tías con 30, con 40, con 50 años menos que ellos. Empujan sus sillas de ruedas y muestran una sonrisa convincente, les preparan las papillas, les aplican la bombona de oxígeno o el suero, les embuchan los jarabes. Las tías hablan del valor inmarcesible de las obras del genio como si hubieran asistido en persona a su gestación en los tiempos de preguerra. Hablan con tanta admiración de sus autores que parece que ya los dan por muertos. En el colmo de lo patético, los anónimos y jóvenes autores, envidiosos, juzgan incluso que algunas de ellas están buenas. Yo también recuerdo alguna.

En el final de los escritores hay siempre testamentos enrarecidos, libros-escándalo, libros-denuncia, tumultuosas reuniones de pájaros necrófagos alrededor de la carroña. Aquellos tipos que se amargaron la juventud en pensiones de tercera agonizan ahora en lujosos y carcelarios chalés, en medio de un tropel de abogados, administradores y notarios, en medio de un laberinto jurídico de fundaciones, asociaciones y sociedades de gestión patrimonial. Los viejos escritores resuellan mientras la tía juega a ajustarse el liguero, quizás con la secreta esperanza de consumar en el anciano el infarto final.

No juzgo ni señalo. No hablo de éste u otro caso. Son demasiados, son suficientes como para adivinar que en algunos, en muchos de ellos, al amor a la literatura se le superpone el amor a la pasta gansa, esa pasta ganada, desde que el mundo es mundo, a base de torvos matrimonios y escrituras sucesorias.

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Los viejos escritores tuvieron su santa (una madre, una esposa, una sirvienta), pero viven a bocanadas unos polvos terminales de furor adolescente. No es extraño que la palmen, de puro viejos, de pura impotencia, de mero asco. Queda su obra melancólica y perfecta, y queda, sobre todo, la sensación de que el mundo es mundo desde siempre, la sensación de que un viejo escritor puede ser deseado tan codiciosamente como un actor famoso, como un futbolista de genio, como un banquero. Escribo Alberti y no sé si esto es un delito. Ni siquiera estoy seguro de que sea el ejemplo exacto. Y sin embargo, puestos a elegir, habrá que leer al poeta gaditano en ediciones piratas. Mientras tanto, sus chicas pleitearán en el Supremo, por cuestiones de propiedad, durante los próximos diez años.

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