Elecciones sangrientas
EL MISMO día en que el G-7 leía de nuevo la cartilla a Rusia, socio nominal de ese club, y pedía un inmediato alto el fuego, las tropas rusas desencadenaban su más intenso -por el momento- bombardeo artillero y aéreo sobre Grozni. En la fantasmal capital chechena, además de sus defensores, resisten varias decenas de miles de civiles que sobreviven en los sótanos.Resulta evidente que el ritmo y la intensidad de los ataques rusos han sido calculados para influenciar las elecciones parlamentarias de hoy. Usando tácticas que recuerdan extraordinariamente a las de su aliado balcánico Milosevic, Moscú intenta esconder a su opinión pública el elevado número de bajas entre sus soldados en las últimas embestidas, pese a que sus cadáveres han podido ser contados por algunos de los pocos periodistas independientes que permanecen en la zona.
El primer ministro Putin, delfín teórico de Yeltsin y principal impulsor y beneficiario de la guerra, no es candidato a estos comicios. Se reserva para los presidenciales del verano. Pero Vladímir Putin, favorito en todos los sondeos, ha puesto su peso y reputación política -ganados exclusivamente mediante el arrasamiento de Chechenia- detrás del bloque Unidad, un invento del Kremlin con apenas tres meses de vida y que carece incluso de programa político.
Los antecedentes permiten pocas ilusiones sobre las posibilidades reales de cambio. Y no sólo porque las encuestas anticipen una nueva Duma no muy diferente de la anterior. O porque los poderes del Parlamento sean realmente una sombra frente a los que la Constitución concede al jefe del Estado (lo que ha permitido a Yeltsin manipular a su antojo una Cámara dominada por los comunistas y sus aliados). Lo que abona el pesimismo es, sobre todo, el hecho de que una guerra de aniquilación indiscriminada como la de Chechenia, que con matices apoyan todos los partidos que realmente cuentan, prácticamente no ha existido como tema durante la campaña electoral.
Tampoco han existido debates dignos de tal nombre sobre otros asuntos acuciantes, políticos y económicos, en un país al borde de la bancarrota. Por encima de todo, la lucha por la Duma -promesas imposibles, oscuros personalismos, dinero dudoso- ha puesto de manifiesto el vacío político y la falta de referentes de la malherida sociedad rusa. Los comicios son en realidad un examen sobre la popularidad de los aspirantes a heredar a Yeltsin: Putin, por un lado, y por el otro, el desdibujado ex primer ministro, también salido del KGB, Yevgueni Primákov, que el viernes anunció formalmente sus ambiciones.
Pese a toda su gesticulación, Occidente parece haber concluido que es mejor dejar que Moscú acabe lo iniciado en Chechenia y no acosar en exceso a un país sometido a fuerte inestabilidad y poseedor de un enorme arsenal atómico. La desgraciada apuesta asume implícitamente que las elecciones de hoy, y sobre todo las presidenciales, abrirán quizá un nuevo horizonte de entendimiento. Pero la realidad rusa sugiere más bien que esas esperanzas son antes fruto de un desesperado deseo que resultado de un análisis desapasionado.
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