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Ha nacido una estrella: el G-20

Joaquín Estefanía

Ha nacido un nuevo grupo. No bastaban el G-3 (Estados Unidos, Japón y Alemania), el G-7, el G-8 o el G-77 (países en vías de desarrollo). La pasada semana ha tenido lugar en Berlín la primera reunión del Grupo de los Veinte (G-20), un organismo consultivo que trata de impulsar el diálogo entre los países más ricos del mundo y los principales países emergentes. Representados por ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales, allí se congregaron Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Italia, Reino Unido, Italia, Rusia, Arabia Saudí, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Turquía y Suráfrica, de la Unión Europea, del FMI y del Banco Mundial.La necesidad de un foro con más legitimidad que el G-7 para abordar los problemas económicos mundiales se había planteado más de una vez. El economista norteamericano Jeffrey Sachs, en un extremo ideológico, ya había hablado de un G-16; y la Internacional Socialista, en el otro, demandaba algún organismo que integrase a la mayor parte del mundo. El G-20 incorpora a un 85% del PIB mundial y a dos terceras partes de la población del planeta. Es decir, es más democrático que los anteriores, pero sólo se le ha dotado de carácter para la discusión, mientras que las decisiones se seguirán tomando donde siempre. La prueba de su valor discursivo es que sólo se volverá a reunir dentro de un año (en Canadá).

La idea de crear un G-20 había surgido en la última reunión de los países más ricos del mundo (más Rusia), celebrada en Colonia. Fue de Estados Unidos, lo que hace preciso establecer alguna cautela desde un punto de vista europeo. Estados Unidos es la principal superpotencia económica y no necesita, habitualmente, de ningún foro cuando toma una decisión. En el G-20, Europa está presente tan sólo con los cuatro miembros del G-7 (Alemania, Italia, Francia y Reino Unido), con lo que su influencia se diluye en un colectivo más amplio. Estas sospechas aumentan cuando se sabe que, en la reunión de Berlín, EE UU ha demandado la reducción del papel del FMI en las crisis financieras. La propuesta consiste en limitar su papel a la resolución concreta de las crisis, encargando todo lo demás (políticas de crecimiento y de ajuste) al Banco Mundial. Pero si Europa tiene un papel menor en el FMI (y podría ser aún menor su esfera de influencia tras la dimisión del director gerente del Fondo, el francés Michel Camdessus), mucho más débil es su presencia en el Banco Mundial. Sin valorar, desde una perspectiva española, que nuestro país no pertenece a ninguno de esos grupos (G-7, G-8 o G-20) que actúan inorgánicamente.

Lo más positivo de la reunión de Berlín ha sido recordar que es urgente una nueva arquitectura financiera internacional. Pasados los apuros más álgidos del sureste asiático, Rusia o Brasil, las buenas intenciones reformistas se han quedado en sólo eso. Las crisis financieras son, en la era de la globalización, más frecuentes e imprevisibles que antes. Con razón ha reconocido el presidente de turno del foro, el canadiense Paul Martin, que la globalización entraña riesgos, "ya que reduce la capacidad de los Estados de ofrecer protección a sus ciudadanos".

La comunidad internacional sigue sin dar respuesta a algunas preguntas fundamentales desde julio de 1997: ¿es necesario algún tipo de regulación de los movimientos libres de capitales? ¿Qué régimen de tipo de cambio es más oportuno: un rígido currency board, como en Argentina, o la libre fluctuación de las monedas locales? ¿Cuál debe ser el papel del FMI en la resolución de esas crisis imprevisibles? ¿Y cuál el papel de los inversores privados: deben pagar por sus políticas imprudentes o son los contribuyentes de los países donantes de paquetes de ayudas los que deben hacerlo?: el dilema del riesgo moral.

Lo peor es que el Grupo de los Veinte tampoco las ha contestado en Berlín.

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